La Falsa Dicotomía: Nacionalismo vs. Globalismo en la arena algorítmica

Por Gonzalo Armua
Las ideas que aquí expongo surgen a partir de una discusión en un grupo de WhatsApp con viejos amigos y compañeros. Lo que comenzó como un intercambio de opiniones sobre política internacional y “doctrina peronista” derivó en una extraña disputa que fue subiendo de tono a medida que una de las partes se quedaba sin argumentos. Como suele ocurrir en estos casos, la falta de sustento teórico y empírico fue reemplazada por ataques personales y descalificaciones, culminando en acusaciones de soberbia. La discusión, que en principio era sobre cuestiones estructurales, se convirtió en un enfrentamiento personal cuando los argumentos se agotaron y las afirmaciones infundadas basadas en fake news tomaron el lugar del debate racional. Ante la escalada, e incluso la insólita invitación a resolver la cuestión «a los puños», decidí escribir este artículo.
Este fenómeno no es aislado, sino un síntoma de una dinámica más amplia de polarización y radicalización incentivada por la lógica algorítmica de las redes sociales. Estas plataformas no son meros espacios neutrales de intercambio de información, sino que operan bajo un diseño que prioriza el contenido que genera mayor interacción, premiando las emociones fuertes sobre la reflexión crítica. En un contexto de descontento y defraudación político, esto facilita la creación de burbujas de autoafirmación donde los usuarios solo se exponen a ideas que refuerzan sus propias creencias, evitando el contraste con otras perspectivas. Dentro de estas burbujas, la desinformación y las fake news encuentran un terreno fértil para su expansión. La información que se consume no se somete a un análisis crítico ni a una verificación de fuentes, sino que se acepta sin cuestionamientos siempre que coincida con la identidad ideológica del grupo. De esta manera, el sesgo de auto confirmación se convierte en el mecanismo central de construcción de certezas, cerrando cualquier posibilidad de debate real. Quien ose cuestionar esas «verdades» establecidas no es visto como alguien que aporta un contrapunto válido, sino como un enemigo que atenta contra la identidad colectiva del grupo.
Nacionalismo vs globalismo: una fake news
En el debate político contemporáneo, especialmente en el contexto de crisis globales y reconfiguraciones del orden internacional, ha tomado fuerza la idea de que el mundo se divide entre «nacionalismos» y «globalismos». Esta oposición, promovida tanto por sectores de derecha como por ciertas corrientes liberales, busca explicar las tensiones políticas y económicas del siglo XXI bajo una lógica simplista que no da cuenta de las contradicciones estructurales del sistema-mundo. Sin embargo, desde diversas tradiciones teóricas y políticas, es posible cuestionar esta dicotomía y proponer una lectura más compleja del conflicto global.
Desde la irrupción de la teoría de la dependencia sabemos que la división fundamental del mundo no es entre nacionalismo y globalismo, sino entre el centro y la periferia del capitalismo mundial. La globalización no es un proceso neutro ni homogéneo; por el contrario, reproduce y profundiza la dependencia de los países periféricos respecto de los países centrales. En este marco, los nacionalismos de las potencias suelen ser proteccionistas e imperialistas, mientras que los nacionalismos de los países periféricos pueden ser formas de resistencia contra la subordinación económica y política impuesta por el capital transnacional. En otras palabras, la contradicción fundamental en el sistema internacional no es entre nacionalismo y globalismo, sino entre los proyectos de soberanía nacional y el imperialismo. El supuesto «globalismo» promovido por las potencias no es una integración simétrica, sino una forma de dominio del capital financiero sobre los estados nacionales periféricos. Por su parte los nacionalismos del centro, requieren del saqueo y explotación de los periféricos para sostener sus propios proyectos. En este sentido los movimientos de liberación nacional en el siglo XX, se construyeron como alternativa a los nacionalismos del centro, que necesariamente eran imperialistas.
El problema de las lecturas ideológicas es que no hay lectura de los problemas estructurales, de los actores ni de los intereses concretos. El nacionalismo no es un fenómeno homogéneo. Mientras que los nacionalismos de las potencias centrales han sido tradicionalmente expansivos y belicistas, los nacionalismos en la periferia han representado esfuerzos por romper con la dependencia y construir modelos de desarrollo soberanos. No es lo mismo ser un gato nacionalista que un ratón nacionalista. Y pobre del ratón, que por compartir ideas con el gato, crea que el gato es su aliado natural.
Por otro lado, también se puede sostener que la dicotomía «nacionalismo vs. Globalismo», que defienden algunas supuestas perspectivas “nacionalistas” de la periferia, no solo no es una construcción teórica nacional, sino que es una lectura surgida en el mismo norte global, fuertemente occidentalocéntrica que no refleja la realidad de los pueblos del Sur, sino una versión chabacana del neocolonialismo. La modernidad y la globalización han sido construidas sobre la explotación de los pueblos colonizados. Los nacionalismos conservadores del centro solo varían esto adjudicando la culpa de sus problemas a esa misma masa explotada periférica que en algún momento se rebela contra su dominación o se incorpora a sus sociedades por grandes flujos migratorios -generados por las mismas guerras imperialistas y políticas de saqueo- que colapsan sus sistemas de bienestar, disminuidos o neoliberalizados. El problema central no es si se adopta una posición nacionalista o globalista, sino cómo se insertan estas decisiones en una estructura de poder mundial.
Ni globalistas ni nacionalistas, continentalistas
Desde el peronismo, la contradicción entre nacionalismo y globalismo es insuficiente para entender la realidad política y económica. Perón desarrolló la «Tercera Posición», una vía alternativa que rechazaba tanto el capitalismo liberal como el comunismo soviético. Por eso el peronismo no defiende un nacionalismo aislacionista ni un globalismo neoliberal, sino un proyecto de soberanía política, independencia económica y justicia social.
Perón no fue un nacionalista en el sentido burgués y estrecho del término. Fue un continentalista, un estratega de la unidad latinoamericana en oposición al globalismo neoliberal con el ropaje de la «modernización» y el «libre mercado». Su visión no era la de una Argentina encerrada en sus propias fronteras, sino la de una Patria Grande que se fortaleciera a través de la integración con sus hermanos latinoamericanos. A diferencia de los nacionalismos de las potencias centrales, que históricamente han servido para la expansión imperialista y el proteccionismo de las economías dominantes, el peronismo concibe la soberanía nacional como un medio para la integración regional y la justicia social. En «Modelo Argentino para el Proyecto Nacional», afirmó: «Para construir la sociedad mundial, la etapa del continentalismo configura una transición necesaria. Los países han de unirse progresivamente sobre la base de la vecindad geográfica y sin imperialismos locales y pequeños. Esta es la concepción de la Argentina para Latinoamérica: justa, abierta, generosa, y sobre todas las cosas, sincera».
De esta manera, La Patria Grande latinoamericana, representa un modelo alternativo a la globalización neoliberal basado en la cooperación entre los pueblos y la justicia social, un proyecto que tanto en su época como en la actual, esta inconcluso: «Ya la idea de Comunidad Latinoamericana estaba en San Martín y Bolívar; ellos sembraron las grandes ideas y nosotros hemos perdido un siglo y medio vacilando en llevarlas a la práctica».
Ni sometidos al capital financiero globalizado ni atrapados en un chauvinismo estéril que nos aísle. El único camino es la unidad de los pueblos de América Latina, la defensa de los recursos estratégicos y la construcción de una economía que priorice la dignidad del trabajador y no las ganancias de los monopolios. En «La hora de los pueblos», Perón destaca la visión integradora de los libertadores, señalando que la unidad sudamericana no era una «utopía» de San Martín ni una «avidez» de Bolívar, sino una necesidad histórica. En ese sentido su nacionalismo no es un fin en si mismo sino una herramienta: El nacionalismo no debe ser entendido como una ideología de exclusión o superioridad, sino como una afirmación de la identidad propia y una herramienta para la liberación de los pueblos.
industrialismo abstracto
Otro de los postulados ligados a corrientes doctrinarias “antiglobalistas” es el industrialismo, entendido este como la primacía absoluta de la industria sobre otras formas de organización económica y social. Este industrialismo es una falacia cuando se lo plantea en términos abstractos, sin considerar su funcionalidad, su orientación ni su impacto humano y ecológico. La idea de que el desarrollo industrial es un fin en sí mismo es una distorsión tecnocrática que subordina la vida de los pueblos al crecimiento de las fábricas, las estadísticas de producción y el volumen de exportaciones, sin atender a la justicia social, la distribución de la riqueza ni la dignidad del trabajador. En su discurso de proclamación de su candidatura en 1946, Perón enfatizó: «No puede hablarse de emprender la industrialización del país sin consignar bien claramente que el trabajador ha de estar protegido antes que la máquina o la tarifa aduanera».
La industria no es el problema ni la solución, sino un instrumento. El problema es para qué, para quién y con qué consecuencias se industrializa una sociedad. La simplificación de que el peronismo es “industrialista” es una reducción ideológica que oculta la esencia de su doctrina. Perón jamás planteó un fetichismo de la industria, sino un modelo de desarrollo integral que pusiera la producción al servicio del bienestar del pueblo y no del capital concentrado. El objetivo del peronismo no era llenar el país de fábricas sin ton ni son, sino construir una economía con justicia social. Si la industria servía para ello, bien. Si no, había que buscar otras soluciones. La obsesión por la industria, como plantean algunos intérpretes, como única vía de desarrollo ha llevado a despojar de valor a sectores estratégicos como la agricultura, la economía popular y la organización comunitaria del trabajo. No se trata de rechazar la industria, sino de subordinarla a un modelo de justicia, distribución y equilibrio ambiental. Un país no es más soberano por tener más fábricas si esas fábricas concentran riqueza en pocas manos, pertenecen al capital transnacional y devastan la naturaleza.
Pensar en la industrialización de un país periférico con baja población sin considerar las cadenas globales de valor, las disputas geopolíticas y la Cuarta Revolución Industrial es una fantasía vetusta. La nueva fase del capitalismo no solo redefine los procesos productivos, sino que impone nuevas reglas del juego donde la industria tradicional ya no es el motor central del desarrollo. Hoy, las tecnologías de punta, las Big Tech, la inteligencia artificial, el procesamiento masivo de datos y los altísimos consumos de energía son los factores que determinan qué países tienen capacidad de insertarse en la economía global con autonomía y cuáles quedan relegados a ser simples proveedores de materias primas y mano de obra barata. No se trata solo de construir fábricas y producir bienes, sino de preguntarse: ¿para quién se produce? ¿Quién financia? ¿Quién controla la tecnología? Sin una mirada integral, cualquier intento de industrialización termina siendo una dependencia encubierta, donde se ensambla para otros con condiciones de explotación inaceptables o se produce sin demanda suficiente, condenando al país a una industria inviable. Además, industrializar sin población suficiente es como querer llenar un tanque sin agua. Sin una masa crítica de trabajadores y consumidores, no hay quien produzca ni quien consuma. No alcanza con decir “hay que industrializar”; hay que pensar qué tipo de industrialización se necesita y para qué modelo de sociedad.
Las cadenas globales de valor han convertido la industrialización en un juego de encastres donde pocos países tienen el privilegio de controlar los nodos clave de la producción. Un país periférico con poca población difícilmente puede sostener una industria de gran escala sin integrarse en estos circuitos. Si no se articula con mercados más grandes, la producción termina asfixiada por la falta de demanda interna. Acá es donde entra la disputa geopolítica: alinearse con China permite acceder a financiamiento, pero a costa de volverte una pieza de su expansión estratégica; por otra parte, la dependencia de EE.UU., implica subordinarse a sus reglas de mercado.
En este contexto, además, no es viable pensar en una industrialización clásica basada en la manufactura intensiva sin considerar la hegemonía de las grandes plataformas tecnológicas. Ya no se trata solo de producir bienes, sino de controlar las infraestructuras digitales que organizan la producción y el consumo a nivel global. Mientras tanto, la disputa geopolítica entre Estados Unidos y China redefine la asignación de tecnologías estratégicas. No hay industrialización sin acceso a estas tecnologías, pero tampoco hay soberanía si el control de la infraestructura digital y energética queda en manos extranjeras. Si América Latina no desarrolla su propio ecosistema tecnológico, terminaremos siendo territorio de disputa entre potencias sin capacidad de decisión propia.
La digitalización de la economía y la automatización están desplazando millones de puestos de trabajo en los países centrales. No alcanza con decir “hay que industrializar”; hay que pensar qué tipo de industrialización se necesita y para qué modelo de sociedad. Si la industria solo sirve para alimentar el extractivismo con valor agregado mínimo, seguimos en la misma lógica de dependencia. En cambio, si apostamos por industrias estratégicas, garantizando que la producción no quede en manos de las corporaciones sino en las de los trabajadores y las comunidades, entonces la industria deja de ser un fin en sí mismo y se convierte en una herramienta de soberanía.
El problema no es la industria en sí, sino cómo y para qué se la impulsa. Sin una integración regional fuerte, sin autonomía en el desarrollo de tecnologías clave la industrialización en un país periférico con poca población es un espejismo. Necesitamos un modelo de desarrollo que priorice la justicia social, la integración latinoamericana y la autonomía económica en la Cuarta Revolución Industrial. No podemos permitirnos repetir los errores del pasado ni caer en la trampa de un industrialismo vacío que solo beneficia a los mismos de siempre. Para América Latina, es esencial diseñar un modelo de desarrollo integral y continentalista que aborde las necesidades específicas de la región.
La oposición entre «nacionalismo vs. globalismo» es una construcción ideológica que oculta las verdaderas relaciones de poder. La verdadera lucha es entre los intereses populares y los del capital financiero internacional, entre los países periféricos y los del centro; entre una hegemonía norteamericana y un orden pluricéntrico, con América latina y una Argentina con soberanía y justicia social. La solución no está en la re afirmación de esta dicotomía, sino en la construcción de proyectos alternativos que desafíen las estructuras de dominación global desde una perspectiva emancipatoria, humanista y continentalista.