Ellos, que se fueron y él, que aún está.

Por Rolando Ariel Pérez.
Voy a comenzar esta nota recordando a un buen amigo. En su juventud había sufrido un ataque psicótico durante unas vacaciones de verano. Algunos lugareños lo habían encontrado desnudo, caminando por la playa y abrazándose a las rocas, con las que, por momentos, hablaba con entusiasmo, como si fueran personas de bulto, o enormes y grises, teléfonos siderales. Era un tipo singular. Y durante un tiempo, gracias a su padre que era un alto oficial de la aeronáutica, fue un informante a sueldo, un espía enviado por el gobierno militar a Río de Janeiro, para investigar las posibilidades que tenían los brasileños de desarrollar armas nucleares. Estaba enfermo, pero no tanto como para creer que su misión tenía algún viso de realidad. Según él, y es muy probable que así fuera, se dedicó a inventar informes con nombres y designaciones que sacaba de la prensa escrita mientras tomaba batidos de coco en la praia vermelha. Siempre estaba contándonos historias de sus vidas pasadas. Una tarde, luego de un asado en el que se dedicó durante horas a escuchar la estática de una radio Panasonic portátil que solía llevar en el bolsillo del saco, para joderlo, le dijimos que era imposible que en todas sus vidas anteriores y de las que nos hablaba con tanto detalle, hubiera tenido la suerte de ser un emperador, o un faraón de la tercera dinastía, la más luminosa, o un rico comerciante veneciano. ¿Nunca un ser desgraciado? ¿Nunca mediocre? ¿Nunca pobre? ¿Nunca triste? Se quedó un instante pensativo, cerró los ojos como para ahondar en el archivo de sus incontables vidas y nos dijo: “sí, claro que sí. Una vez fui un triste carpintero de Belén.” Ya dije que era un tipo especial. Estaría enfermo pero tenía ingenio.
El que también se identificaba con Jesucristo, pero carecía de cualquier tipo de humor comunicante era Adolf Hitler. En uno de los famosos congresos de Nuremberg, el de 1937 llamado Reichsparteitag der Arbeit, “Congreso del Trabajo”, un gigantesco cartel del führer, orador principal y el único cuya palabra era sagrada, llevaba grabada la frase del comienzo del evangelio de Juan: “en el principio era el verbo…” cuya continuación casi cualquier alemán de aquellos años, y muchos de nosotros, podría recitar de memoria: y el verbo era con dios, y el verbo era dios. Y por si quedaba alguna duda su ministro de Asuntos Eclesiásticos, Hans Kerrl, pudo decir, sin despeinarse ni temer por el decálogo bíblico, que había surgido “una nueva interpretación sobre lo que cristo y el cristianismo ordenan, es la de Adolf Hitler. Adolf Hitler es el verdadero espíritu santo.” Esto que ahora nos parece increíble, o simplemente ridículo y totalmente inaceptable para cualquier ser humano con un poco de sentido común, no lo fue en su momento. En modo alguno. Millones de animales racionales, como gustaba de llamarnos un optimista filósofo griego, creían que el líder era el elegido por la divina providencia pues él mismo había comenzado a decir públicamente, lo que algunos en privado ya sabían desde hacía muchos años, que una voz interior, lo inspiraba e iluminaba, una voz que lo había librado de la muerte durante la primera guerra y que ya no lo abandonó jamás
Sin embargo, las relaciones entre el poder político y las enfermedades mentales o neuro-psiquiátricas (lo que antiguamente llamábamos locura) no son patrimonio exclusivo de los asesinos de masas o los emperadores romanos o las dinastías endogámicas, como los Habsburgos. Casos en la historia hay muchos, pero me gustaría rememorar, al menos dos que, además de no ser tan conocidos, están vinculados. La historia la recrea un médico español, el Dr. Juan Antonio Vallejo-Nágera en su libro “Locos Egregios” y está extraída de un estudio psicológico sobre veintiocho presidentes norteamericanos editado en Boston por Houghton Mifflin Company en 1967. Durante los años de la primera guerra mundial, el psiquiatra José Germain, también español, trabajaba en una famosa clínica parisina. Una noche le traen a un tipo que había estado deambulando por calles y bulevares totalmente desnudo, con claros signos de confusión mental. Por pura casualidad no había ido a parar a una de las comisarías parisinas donde tal vez, y debido al desconocimiento y la precipitación policial, el asunto habría acabado de mala manera. La cosa es que el Dr. Germain atiende al hombre y en pocas horas logra calmarlo completamente. Ha recuperado la cordura y con ella, el habla distinguible, la voz y la capacidad de comunicación. El Dr. Germain, se da cuenta que su paciente no habla francés o lo hace con un acento raro. Dice llamarse Woodrow Wilson y ser el presidente de los Estados Unidos. Piensa el médico que lo dicho no es tan extraño. Muchos delirantes creen ser la reencarnación de Napoleón o de alguna otra celebridad histórica. El problema es que el presidente de los Estados Unidos se llama efectivamente Woodrow Wilson, está por esos días en París, y todavía falta mucho para que su figura pase a la Historia. La duda se despeja en pocos minutos cuando luego de una llamada telefónica aparecen unos caballeros que se llevan al paciente y piden, amablemente, que el asunto no se registre en los libros de la guardia. Ellos se encargarán al día siguiente de aclarar todo con las autoridades de la clínica.
Poco tiempo después Woody, como lo llama su esposa, está totalmente repuesto y ya de vuelta en su país, embarcado en conseguir los votos necesarios para que se apruebe su postura en el tratado de Versailles que acaba de cerrar el capítulo diplomático de la primera guerra mundial. Se lanza entonces a una campaña que lo obliga a recorrer 13000 kilómetros en 22 días y hablar en 35 actos políticos de campaña. Es demasiado y al llegar a una ciudad llamada “Pueblo” sufre un colapso que lo deja incapacitado. Consiguen llevarlo hasta el tren oficial de la gira y traerlo de vuelta a Washington, pero en la Casa Blanca, ni bien llega, vuelve a tener otro infarto cerebral. Esta vez totalmente paralizante. En esas condiciones, su médico debía declarar la enfermedad para que su vice pudiera hacerse cargo de la administración. Eso no sólo hubiera sido lo correcto, sino lo más lógico para poder atenderlo en un hospital o bajo la tutela de un equipo de médicos especializados en trastornos cerebro vasculares. Pero la primera dama, Edith Wilson, tenía otra idea del problema, y de la conveniencia de dar a conocer el estado de salud de su esposo. Quedaban al menos dos años completos de gobierno. Así que entre ella y el médico personal del presidente, que al mismo tiempo era su asesor principal y de confianza, se niegan a declarar la enfermedad de manera oficial impidiendo el recambio presidencial. Deciden ocultar su condición. Woody se pasa nueve meses dentro de la Casa Blanca antes de poder siquiera mostrarse en una foto firmando documentos. Pero una foto, necesaria para acallar los rumores de la prensa y de la oposición, aparece. La imagen, que se puede encontrar en muchos sitios de internet, es realmente interesante. Woodrow está sentado en su escritorio, tiene puesto sus anteojos, y con una pluma en la mano parece examinar el contenido de unos documentos, o prepararse para firmarlo. El gesto y posición de la mano que sostiene la pluma no es claro. A su lado, parada, está su mujer apoyando su mano izquierda sobre el mismo documento. Parece ayudarlo a sostener la hoja para que él pueda trabajar, cuando lo lógico, Wilson era diestro, sería que él sostenga o afirme los papeles con su propia mano. Pero es que la izquierda del presidente no está dentro del encuadre. Cuelga, inmóvil e inútil, al costado de su cuerpo, tapada en parte por el ángulo elegido para tomar la foto y también por la sombra proyectada desde el cuerpo de su mujer sobre él mismo y sobre el escritorio.
El encubrimiento del estado de salud mental de un presidente no debe asombrarnos. Es mucho más común de lo que sospechamos. Para seguir con los presidentes norteamericanos tenemos que hablar de Franklin D. Roosevelt. El subsecretario del Foreign Office Alexander Cadogan, pieza clave de la negociación occidental con la diplomacia soviética sobre el problema de Polonia, dejó escrito en sus memorias que Roosevelt, durante la conferencia de Yalta, “la mayor parte del tiempo ni se enteraba de lo que ocurría en torno suyo, permanecía sentado, en silencio, salvo para alguna interrupción irrelevante.” Después se supo que, para ocultar el embotamiento mental del presidente norteamericano tuvieron que descartar más del noventa por ciento de las fotos de la conferencia, pues se traslucía, irremediablemente, su falta de conexión con la realidad. Para despejar suspicacias de la diplomacia británica, no fue sólo Sir Alexander Cadogan o el mismo Churchill, quienes notaron la condición mental de Roosevelt. El embajador norteamericano William Christian Bullit Jr. contradiciendo los dichos del médico personal del presidente (y ya vamos viendo que los médicos personales de los jefes políticos son algo permeables a las necesidades o apremios de la coyuntura) afirmó que no sólo estaba muy cansado, “sino seriamente enfermo”. Hay que recordar dos cosas. La primera es que la histórica conferencia se hizo en febrero de 1945 y Roosevelt murió en abril, con lo cual es más creíble la afirmación de aquellos que lo vieron enfermo, frente los otros que aseguraron que sólo estaba cansado. Y la segunda es que la historia clínica fue destruida, convenientemente, poco tiempo después de su muerte.
En esta nota he querido dar una muestra, simple y resumida al extremo, de sólo tres casos del siglo XX, porque éstos hombres y el papel que jugaron en la configuración geopolítica del mundo durante las dos guerras mundiales no tiene comparación, pero podríamos encontrar casos parecidos en muchos otros tramos de la historia de la humanidad. En cuentagotas: Abderrahmán III, en el siglo X; Juana I de Castilla, en el XVI; Luis II de Baviera en el XIX; Faruq I de Egipto; Ivan IV de Rusia, Zhengdé de la dinastía Ming, etc., etc. Flaubert, el gran maestro de la novela realista francesa, opinaba que interesarse por las acciones y hechos de los muertos, era el único modo de ser indulgente con los vivos y sufrir menos. No pretendo indulgencias. Todo lo contrario. Y creo que sufrir menos en el presente gobierno de Javier Milei se ha vuelto una tarea imposible. Sin embargo, conocer la relación compleja que se da siempre entre la enfermedad de los hombres de estado, sus círculos o camarillas personales, y la red de instituciones que, creadas para el ejercicio de gobierno, pasan a ser útiles sólo a los fines del poder, es una lección que no debemos ignorar
Me encantó Ruli, te faltó Figurella entre los trastornados