La banalidad de la estupidez

Por Julián Otal Landi
¿No tienen la sensación de estar encerrados dentro de un capítulo de Los Simpsons? De hecho, resulta ilustrativo evocar aquel capitulo memorable de la octava temporada llamado “El enemigo de Homero” donde hace su aparición una figura trabajadora, honesta y desdichada (Frank Grimes) que termina muriendo por demostrar la estupidez de Homero Simpson, quien siempre salía airoso de todas las situaciones. Peor aún: paradójicamente Homero era exitoso en su vida siendo vago e imbécil. Sus amigos, su familia, su propio jefe no notaban nada extraño en sus comportamientos: banalizaban la estupidez, al punto de considerarlo normal.
En una oportunidad, uno de los productores de los Simpsons, Josh Weinstein afirmaba que:
“Queríamos hacer un episodio donde el pensamiento fue «¿Qué pasaría si una persona normal, de la vida real, tuviera que entrar en el universo de Homero y tratar con él?» Hubo algunos que hablaron acerca del final del episodio, que únicamente hicimos eso porque no deja de ser divertida e impactante, nos gusta la lección de «a veces, simplemente no se puede ganar».”
¿Será eso, en definitiva? Milei, como Homero, es producto de una realidad que banaliza sus acciones. Más allá del blindaje mediático, de los “bots” y la mar en coche, el “ciudadano” (si cabe aún usar esa categoría) relativiza sus exabruptos, sus torpezas, su megalomanía y excentricidades que hasta harían enrojecer a Calígula. La oposición pareciera no existir, casi como un desfile de figuras que ya están deslegitimadas, desfiguradas. Casi dicha construcción (merecido o no) termina justificando el absurdo actual.
Esta carencia de raciocinio es el principal motivo por el cual nosotros los argentinos nos encontramos sumergidos bajo las órdenes de un gobierno cínico y delirante. Sus acciones están amparadas bajo justificaciones absurdas. Estamos viviendo la banalidad de la estupidez. Una estupidez peligrosa, dañina.
En La banalidad del mal, Hannah Arendt refería a la capacidad de un sistema político para trivializar el extermino de personas. Claro, se refería a la dictadura nazi que había llevado a cabo actos atroces que no se podían encasillar dentro de un mero concepto de maldad extrema ya que se estaría banalizando dicha acción que resultaba más compleja. La filosofía de Arendt bien cabría en estos tiempos argentinos: que lo que entendemos como maldad, en realidad, es resultado de la incapacidad de pensar con independencia y racionalidad.
Arendt considera que los regímenes totalitarios eran quienes quitaban a las personas su identidad y derechos, reduciéndolos a meros cuerpos sin capacidad de acción. Ella consideraba que era la libertad lo que se necesitaba para actuar y quien garantizaba dicha libertad era el poder político. Quizás Marx tenía razón cuando consideraba que la historia se repetía dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa. Inmersos en un proceso dialectico, más que una repetición esta realidad que vivimos en Argentina es resultado de una síntesis, luego de abordar en nuestra historia el terrorismo de Estado (tesis) y más adelante la legitimación de un estado de derecho que preveía defender las garantías individuales que habían sido perpetradas por el populismo (léase peronismo= autoritarismo). La síntesis dio como resultado esta farsa, esta estupidez. Una estupidez que pasa desapercibida, justificada bajo el enunciado liviano de “libertad”.
¿Qué pasa cuando esa “libertad” supera todos los límites éticos? ¿O acaso tampoco existe la ética en estos tiempos posmodernos?
Quizás los que nos opongamos a esta realidad absurda corramos la suerte de Frank Grimes quedándonos electrocutados para demostrar la estupidez del presidente.