17 de marzo de 2025
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El presidente Javier Milei prometió que se cortaría un brazo antes que subir los impuestos. Fue una de las tantas mentiras con las que fue construyendo el camino que lo llevó a la Casa Rosada. El hombre que se dice “liberal libertario” acaba de imponer el IVA a los medios gráficos (diarios y revistas) y a los portales de estos medios que funcionan con suscripción. Una evidente estrategia para dañar la economía de la prensa libre y profesional en beneficio de sus “periodistas militantes” de las redes sociales (X, YouTube, Instagram). En 1945 George Orwell, luego de que Animal Farm fuera rechazada por cuatro editores, escribió un prefacio que nunca fue publicado. Los motivos eran evidentes, la censura británica hubiera prohibido la edición del libro.  El texto permaneció inédito hasta 1972 cuando fue publicado por The New York Times. La honestidad intelectual de George Orwell, tanto como su compromiso político con la causa socialista lo hacen un ejemplo de la lucha por la libertad de expresión y la denuncia de los totalitarismos de cualquier signo. Los discursos amenazantes de Milei se van convirtiendo en acciones que avanzan hacia una deriva autoritaria. Por eso las palabras y la figura de Orwell vuelven a tomar actualidad. Publicamos los párrafos finales, y los más contundentes, de su notable alegato en defensa de la libertad de prensa.

George Orwell

(…)

La cuestión aquí es muy sencilla: todas las opiniones, por impopulares que sean —incluso, por tontas que sean—, ¿tienen derecho a ser escuchadas? Si lo ponés de esa forma casi cualquier intelectual inglés pensará que debe decir «Sí». Pero dale una forma concreta y preguntá: «¿Qué tal un ataque a Stalin? ¿Tiene derecho a ser escuchado?», y la respuesta más frecuente será «No». Porque en ese caso lo que se cuestiona es la ortodoxia vigente y, por lo tanto, el principio de libertad de expresión se pausa. Ahora bien, cuando uno exige libertad de expresión y de prensa, no está exigiendo una libertad absoluta. Mientras perduren las sociedades organizadas, siempre debe haber, o en todo caso siempre habrá, cierto grado de censura. Pero la libertad, como dijo Rosa Luxemburgo, es “libertad para el otro”. El mismo principio está contenido en las famosas palabras de Voltaire: “Detesto lo que decís; pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Si la libertad intelectual, que ha sido sin lugar a dudas una de las marcas distintivas de la civilización occidental, significa algo, es que todo el mundo tiene derecho a decir e imprimir lo que cree que es la verdad, siempre que no perjudique al resto de la comunidad de alguna manera inequívoca. Tanto la democracia capitalista como las versiones occidentales del socialismo han dado por sentado este principio hasta hace poco. Nuestro gobierno, como ya he señalado, todavía hace algún alarde de respetarlo. La gente corriente de la calle —en parte, quizás, porque no están lo suficientemente interesados en las ideas como para ser intolerantes con ellas— todavía sostiene vagamente: «supongo que todo el mundo tiene derecho a tener su propia opinión». Es sólo, o en todo caso principalmente, la intelligentsia literaria y científica, la misma gente que debería ser guardiana de la libertad, la que está empezando a despreciarla, tanto en la teoría como en la práctica.

Uno de los fenómenos peculiares de nuestro tiempo es el liberal renegado. Más allá de la conocida afirmación marxista de que la «libertad burguesa» es una ilusión, existe ahora una tendencia generalizada a argumentar que sólo se puede defender la democracia con métodos totalitarios. Si uno ama la democracia, dice el argumento, debe aplastar a sus enemigos sin importar los medios. ¿Y quiénes son sus enemigos? Siempre parece que no son sólo los que la atacan abierta y conscientemente, sino los que «objetivamente» la ponen en peligro difundiendo doctrinas erróneas. En otras palabras, defender la democracia implica destruir toda independencia de pensamiento. Este argumento se utilizó, por ejemplo, para justificar las purgas rusas. El rusófilo más apasionado difícilmente creía que todas las víctimas fueran culpables de todas las cosas de las que se las acusaba, pero al sostener opiniones heréticas perjudicaban «objetivamente» al régimen, y por eso era correcto, no sólo masacrarlos, sino también desacreditarlos con acusaciones falsas. El mismo argumento se utilizó para justificar la mentira bastante consciente que se produjo en la prensa de izquierdas sobre los trotskistas y otras minorías republicanas en la guerra civil española. Y se usó de nuevo como razón para aullar contra el habeas corpus cuando Mosley fue liberado en 1943.

Esta gente no se da cuenta de que si alentás métodos totalitarios, puede llegar el momento en que se utilicen en contra tuya en lugar de a tu favor. Acostumbrate a encarcelar fascistas sin juicio, y quizás el proceso no se detenga en los fascistas. Poco después de que el suprimido Daily Worker fuera reinstaurado, yo estaba dando una conferencia en un instituto técnico en el sur de Londres. El público estaba compuesto por intelectuales de clase obrera y de clase media-baja, el mismo tipo de público que uno solía encontrar en las sucursales del Club de Lectura de la Izquierda. La conferencia había versado sobre la libertad de prensa, y al final, para mi asombro, varios asistentes se levantaron y me preguntaron: ¿No pensaba yo que el levantamiento de la prohibición del Daily Worker era un gran error? A la pregunta de por qué, dijeron que era un periódico de dudosa lealtad y que no debía tolerarse en tiempos de guerra. Me encontré defendiendo al Daily Worker, que se ha esforzado en difamarme más de una vez. Pero, ¿de dónde habían sacado esta visión esencialmente totalitaria? Con toda seguridad, ¡de los propios comunistas! La tolerancia y la decencia están profundamente arraigadas en Inglaterra, pero no son indestructibles, y tienen que mantenerse vivas en parte mediante un esfuerzo consciente. El resultado de predicar doctrinas totalitarias es debilitar el instinto por el cual los pueblos libres saben lo que es o no es peligroso. El caso de Mosley lo ilustra. En 1940 era perfectamente correcto apresar a Mosley, hubiera o no cometido algún delito técnico. Estábamos luchando por nuestras vidas y no podíamos permitir que un posible traidor quedara libre. Mantenerlo encerrado en 1943, sin juicio, fue un ultraje. La incapacidad general para ver esto fue un mal síntoma, aunque es cierto que la agitación contra la liberación de Mosley fue en parte artificial y en parte una racionalización de otros descontentos. Pero, ¿cuánto del actual deslizamiento hacia formas fascistas de pensamiento es atribuible al «anti-fascismo» de los últimos diez años y a la falta de escrúpulos que ha conllevado?

Es importante darse cuenta de que la actual rusomanía es sólo un síntoma del debilitamiento general de la tradición liberal occidental. Si el Ministerio de Información hubiera intervenido y vetado definitivamente la publicación de este libro, el grueso de la intelligentsia inglesa no habría visto nada inquietante en ello. La lealtad acrítica a la URSS resulta ser la ortodoxia actual, y cuando están en juego los supuestos intereses de la URSS están dispuestos a tolerar, no sólo la censura, sino la falsificación deliberada de la historia. Por citar un ejemplo. A la muerte de John Reed, autor de Diez días que estremecieron el mundo —relato de primera mano de los primeros días de la Revolución rusa—, los derechos de autor del libro pasaron a manos del Partido Comunista Británico, a quien creo que Reed se los había legado. Algunos años más tarde, los comunistas británicos, después de destruir la edición original del libro tan completamente como pudieron, publicaron una versión tergiversada de la que habían eliminado las menciones a Trotsky y omitido también la introducción escrita por Lenin. Si hubiera existido todavía una intelligentsia radical en Gran Bretaña, este acto de falsificación habría sido expuesto y denunciado en todo periódico literario. Sin embargo, las protestas fueron escasas o nulas. A muchos intelectuales ingleses les pareció algo natural. Y esta tolerancia, o simple deshonestidad, significa mucho más que la admiración por Rusia que está de moda en este momento. Es muy posible que esa moda en particular no dure. Por lo que sé, cuando se publique este libro, mi opinión sobre el régimen soviético puede ser quizás la generalmente aceptada. Pero, ¿de qué serviría eso? Cambiar una ortodoxia por otra no es precisamente un avance. El enemigo es esta «mentalidad de gramófono», se esté o no de acuerdo con el disco que suena en ese momento.

Conozco bien todos los argumentos en contra de la libertad de pensamiento y de expresión, los que afirman que no puede existir y los que afirman que no debería existir. Yo respondo simplemente que no me convencen y que nuestra civilización, a lo largo de cuatrocientos años, se ha basado en lo contrario. Desde hace una década creo que el actual régimen ruso es sobre todo una cosa maligna, y reclamo el derecho a decirlo, a pesar de que somos aliados de la URSS en una guerra que quiero ver ganada. Si tuviera que elegir un texto para justificarme, elegiría la línea de Milton: “Por las reglas conocidas de la antigua libertad”. La palabra antigua subraya el hecho de que la libertad intelectual es una tradición profundamente arraigada sin la cual nuestra característica cultura occidental dudosamente podría existir. Muchos de nuestros intelectuales se están apartando visiblemente de esa tradición. Han aceptado el principio de que un libro debe publicarse o suprimirse, alabarse o condenarse, no por sus méritos, sino en función de la conveniencia política. Y otros que en realidad no sostienen este punto de vista lo aceptan por pura cobardía. Un ejemplo de esto es el fracaso de los numerosos y ruidosos pacifistas ingleses a la hora de alzar la voz contra el culto predominante al militarismo ruso. Según esos pacifistas, toda violencia es mala, y nos han instado en cada etapa de la guerra a ceder o al menos a hacer un acuerdo de paz. Pero, ¿cuántos de ellos han sugerido alguna vez que la guerra también es mala cuando la hace el Ejército Rojo? Por lo visto, los rusos tienen derecho a defenderse, mientras que para nosotros hacerlo es un pecado mortal. Sólo se puede explicar esta contradicción de una manera: es decir, por un deseo cobarde de mantenerse dentro del grueso de la intelligentsia, cuyo patriotismo se dirige hacia la URSS más que hacia Gran Bretaña. Sé que la intelligentsia inglesa tiene sobradas razones para su timidez y deshonestidad, me sé de memoria los argumentos con los que se justifican. Pero al menos cortemos las tonterías sobre la defensa de la libertad frente al fascismo. Si la libertad significa algo, es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere escuchar. La gente común se sigue suscribiendo vagamente esa doctrina y actúa en consecuencia. En nuestro país —no ocurre lo mismo en todos los países: no era así en la Francia republicana, y no lo es hoy en Estados Unidos— son los liberales los que temen la libertad y los intelectuales los que quieren ensuciar el intelecto: es para llamar la atención sobre este hecho que he escrito este prefacio.r

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