17 de marzo de 2025

TRASLADAR LA REVOLUCIÓN.

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La obra de Andrés Rivera es analizada no sólo como producción literaria o cinematográfica, sino como el conflicto inherente a esta relación. En el vínculo intertextual de ambas gramáticas se entrevé la torturada lengua de Juan José Castelli, el orador de la Revolución de Mayo, y de cómo se narró, para bien y para mal.

Por Rolando Pérez

El trabajo de un historiador es encontrar una configuración totalizadora en una sucesión de hechos. Lo mismo sucede con los novelistas. Ambos trabajan sobre aquello que otorga sentido a la experiencia humana —de por sí heterogénea y discordante—, es decir, la narración. Es tal vez ahora un dato curioso, pero hasta los años de la Revolución francesa, preámbulo y desencadenante de nuestro 25 de Mayo, los historiadores eran considerados literatos. Voltaire es y se siente un literato cuando escribe Micromegas o Zadig, lo mismo que cuando se empeña en producir su Historia de Carlos XII o el Siglo de Luis XIV. En estos últimos años, sin embargo, hay pensadores —como White y Ricoeur, por ejemplo— que le asignan una razón a esa curiosidad. Lo que acerca la tarea tanto de novelistas, sean del tipo que sean, incluso fantásticos, con los historiadores es algo que ya Aristóteles había definido como el fundamento de todo poeta trágico, me refiero a la configuración de lo que él llamaba mythos y nosotros trama, argumento, fábula.

Al punto: La Revolución es un Sueño Eterno, de Andrés Rivera es, efectivamente, una novela, no un libro de historia, pero, para sorpresa de algunos inadvertidos, no es una novela histórica; no al menos tal y como suelen escribirse la gran mayoría de esos mamotretos de género. Es un texto, además, de enorme calidad literaria y es también —paradoja de las artes— una película realmente pésima que, sin embargo, se basó en un guión levantado sobre el puntilloso y admirativo traslado del texto. Hay que decir que el libro le procuró, con gran justicia, el Premio Nacional de Literatura de 1992. La película del 2011, no tuvo reconocimiento alguno, a pesar de la crítica benévola de algún distraído. ¿Por qué un fracaso tan estrepitoso sobre una obra tan buena?

Para empezar, podríamos ofrecer una constatación, tal vez una pista. La mayor tradición del cine, si bien hay excepciones y desvíos más o menos conocidos, se inscribe dentro del orden de lo narrativo porque la prosa lírica no busca configurar una narración que de sentido a un listado de acontecimientos dispersos o aparentemente heterogéneos, sino encontrar un modo de exponer la experiencia vivida frente a determinados hechos o cosas o circunstancias. La prosa lírica reemplaza el ritmo y la musicalidad del verso por otros ritmos o músicas cuyo descubrimiento le competen principalmente al lector, pues no son explícitos. Pero entonces, ¿no hay novelas con prosa lírica? Sí, claro. Y La Revolución es un Sueño Eterno, entonces, vuelve a recobrar sus derechos. Es una novela. Sí y no.

La novela de Andrés Rivera participa más del universo de la poesía que de la narración. Y, por lo tanto, posee un mundo de lenguaje que no se conecta con otros mundos de lenguaje, no tiene un Otro con el que dialogar. La prosa, pongámoslo así, es una oferta para el diálogo. El poema no. El poema no tiene más que un lenguaje. Es el lenguaje del poeta. Un universo cerrado. Ahí no hay diálogo, sino un particular monólogo inasible, inaprensible por fuera de sus límites. De ahí que sea casi imposible construir un universo verdadero para una película trasladando la forma del lenguaje poético como un todo. Las mismas palabras, los mismos giros que en el texto puro suenan potentes, evocadores y profundos, en la película son algo ridículos, flojos, superficiales.

De ahí que, de haber sido posible llevar el texto de la novela, la poesía de la novela a la pantalla, habría sido preciso hacer antes alguna operación de magia alquímica que trasmutara el valor entre esos mundos tan, pero tan disímiles. Debería haber sido una película-poema. Pero la propuesta no fue esa, sino un intento de narrar el texto de Rivera que, para nosotros al menos, es como proponerse la pintura de una sinfonía y pretender que los espectadores escuchen la armonía, la melodía, los matices de tono y la dinámica propia de la música. Para una tela eso es imposible más allá de una componenda metafórica, provisional y voluntarista, porque exigen, aquellas telas o éstas cintas, una plusvalía en la imaginación de sus espectadores que debería haber estado antes al servicio de la creación.

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