10 de febrero de 2025

El Viento de la Independencia. A 200 Años de la Batalla de Ayacucho

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Por Gonzalo Armua

Este 9 de diciembre se cumplen 200 años de la Batalla de Ayacucho, el hito que selló la independencia de América del Sur del yugo colonial español. Hace dos siglos, en la Pampa de Quinua, bajo la dirección de Antonio José de Sucre, nuestros pueblos derrotaron definitivamente a las fuerzas realistas, poniendo fin a más de tres siglos de dominación europea. Fue la culminación de un proceso largo y doloroso que había comenzado con la revolución haitiana y los alzamientos populares desde México hasta el Río de la Plata. Sin embargo, dos siglos después, cabe preguntarnos: ¿qué tan independiente es realmente América Latina? ¿Cuánto de esa independencia conquistada con la sangre de los pueblos sigue vigente? ¿Qué nuevas cadenas nos atan?

La pampa de Quinoa, Ayacucho

El viento frío descendía de los Andes, traía el aroma de la hierba húmeda y del acero y la pólvora que presagiaba la batalla por venir. La niebla, densa aún, cubría la vasta extensión de la pampa. Desde la altura, la llanura se veía como un tablero de ajedrez donde las piezas inmóviles se preparaban para el movimiento definitivo. Al este, sobre una suave elevación, se alineaba el Ejército Unido Libertador, bajo el mando firme del mariscal Antonio José de Sucre. Vestía el uniforme azul con vivos dorados, símbolo de la determinación libertadora, y desde su caballo observaba el despliegue de sus hombres. Su silueta, recortada contra la luz pálida del amanecer, era la imagen misma de la esperanza de un continente.

Frente a él, hacia el oeste, el Ejército Realista del Perú ocupaba el terreno más elevado en las colinas, con la seguridad propia de quienes se creen dueños del terreno. Al mando de José de La Serna, virrey del Perú, las tropas realistas se desplegaban en orden impecable. Hombres endurecidos por la disciplina de la metrópoli y por años de campañas en el altiplano, vestidos con uniformes gastados pero impecables, marchaban con la precisión del reloj europeo. Cada paso resonaba en la tierra, como el eco de la antigua dominación española que pronto quedaría atrás.

El lugar es la Pampa de Quinua y la fecha es 9 de diciembre de 1824.

Ayacucho, símbolo de la victoria popular

En el campo de batalla de Ayacucho no solo se enfrentaron soldados profesionales, sino también campesinos andinos, pueblos originarios, negros libertos y criollos convencidos de que la libertad era posible. El ejército de libertador fue resultado de la unidad latinoamericana en la lucha contra el colonialismo y la culminación de un proceso de organización colectiva, forjado en las asambleas populares, en las milicias patriotas y en la lucha de Bolívar, San Martín y Artigas. El mariscal Antonio José de Sucre, a sus 29 años, fue el estratega de la jornada. Consciente de la desventaja numérica de sus tropas, aplicó una táctica que rompió la línea realista. No solo se trató de una victoria militar, sino de una victoria moral. La rendición del virrey José de La Serna y la firma de la Capitulación de Ayacucho marcaron el fin del control español sobre el continente. América dejaba de ser una colonia para proclamarse como un conjunto de naciones libres y soberanas.

El Ejército Unido Libertador se componía de hombres venidos de todos los rincones de América Latina. Allí estaban los veteranos granaderos de Buenos Aires, los infantes de la Gran Colombia, y los valientes campesinos peruanos que se sumaron a la causa. De pie, con los rostros endurecidos por el frío y la miseria de la guerra, los hombres sostenían sus bayonetas y lanzas con la determinación de quienes solo tienen una opción: vencer.

Cada batallón tenía su propia historia. La División de José María Córdova, joven comandante de 25 años, era la fuerza de choque. Conocido por su audacia y arrojo, Córdova había ganado fama en la campaña de Pichincha. A la derecha, la División de La Mar, comandada por el general peruano José de La Mar, se preparaba para contener a la columna realista que se aproximaba.

El Estado Mayor, bajo la dirección de Sucre, actuaba con la precisión de un relojero. Cada señal, cada movimiento de las tropas, respondía a un plan meticuloso. La confianza de Sucre no se basaba en la fuerza numérica, sus hombres eran menos que los realistas en una diferencia de 1 a 4 sino en la convicción de que la independencia era el destino americano. El Ejército Realista, con sus casacas rojas y sus fusiles relucientes, representaban la vieja guardia del imperio. Los jinetes de la caballería realista, al mando de Jerónimo Valdés, eran la fuerza de choque de la corona, acostumbrados a romper líneas con la violencia de una estampida. Sus jefes, La Serna y Canterac, se enorgullecían de su experiencia y estrategia, pero aquella mañana no imaginaban que su mundo se desmoronaría en unas horas.

El Amanecer de la Tormenta

El sol se asomaba entre las nubes grises, derramaba una luz dorada que hacía brillar las bayonetas, los caballos estaban nerviosos y los hombres también. La pampa, parecía un océano de sombras móviles. El relincho de caballos y el resonar de los tambores, que marcaban el paso solemne de los batallones. Son las 9 de la mañana y los soldados realistas comienzan a marchar desde su posición elevada. Sucre arenga a sus hombres. Desenvainó su sable y utilizo su arma más letal: la palabra. Su discurso aún resuena por los andes en los días de viento:

«El gran Simon Bolivar me ha prestado hoy su rayo invencible, y la santa libertad me asegura desde el cielo que los hemos destrozados solos al común enemigo, acompañados de vosotros es imposible que nos dejemos arrancar un laurel, el número de sus hombres nada importa; somos infinitamente más que ellos porque cada uno de vosotros representa aquí a Dios Omnipresente con su justicia y a la América entera con la fuerza de su derecho y de su indignación. Aquí los hemos traído peruanos y colombianos a sepultarlos juntos para siempre. Este campo es su sepulcro y sobre él nos abrazaremos hoy mismo anunciándolo al Universo. Viva el Perú libre… viva toda la América redimida…

¡Soldados!

De los esfuerzos de hoy, pende la suerte de la América del Sur… Otro día de gloria va a coronar vuestra admirable constancia.

¿Independencia o subordinación?

Si miramos la situación actual de América Latina, vemos que las banderas de la independencia ondean con demasiadas deudas pendientes. Las nuevas formas de dominación ya no vienen en barcos de guerra ni con casacas rojas. No hay virreyes, pero hay fondos monetarios internacionales. No hay encomenderos, pero hay corporaciones transnacionales que saquean nuestros recursos. Los ejércitos invasores de antes han sido reemplazados por acuerdos de libre comercio, tratados bilaterales de inversión y la tutela de organismos como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o el Banco Mundial (BM). Las naciones latinoamericanas, que alguna vez fueron los herederos de la gesta de Ayacucho, han cedido soberanía a la lógica del mercado internacional. Nuestros recursos estratégicos, como el litio, el petróleo y la biodiversidad, están siendo explotados por empresas extranjeras con la complicidad de gobiernos sumisos. Lo que antes se hacía con la cruz y la espada, hoy se hace con la deuda externa, la «seguridad jurídica para los inversores» y las policías antidisturbios.

La independencia no fue un evento, fue un proceso. Y ese proceso está incompleto. Si Bolívar y Sucre lucharon por la independencia política, hoy debemos luchar por la independencia económica, cultural y social. La verdadera independencia implica autonomía sobre nuestros recursos naturales, control de nuestras políticas públicas y el derecho de los pueblos a definir su propio destino. No se trata solo de recuperar el control sobre los minerales, los ríos o las tierras. Se trata de descolonizar el pensamiento, de pensar más allá de los límites establecidos, de tener imaginación política. Porque la colonización no solo se ejerce con la espada, sino también con la cultura, la educación y la tecnología. Las nuevas formas de dominación nos han convencido de que el «progreso» solo puede alcanzarse si nos subordinamos a las grandes potencias. Esta lógica, promovida por los dispositivos de comunicación y los discursos del “libre mercado”, es tan peligrosa como la ocupación militar.

Una segunda independencia no se logra con una sola batalla. Se trata de una lucha constante que se libra en las calles, en las universidades, en los barrios y en los sindicatos. Se trata de una resistencia cotidiana contra el colonialismo financiero, la explotación laboral y la lógica depredadora del capital internacional.

Batalla

Un cañonazo rompió el silencio. La explosión retumbó en la pampa como el estallido de un trueno, y fue la señal para el inicio de la batalla. Los cuerpos comenzaron a moverse, primero con lentitud, luego con la urgencia de la necesidad. El avance realista fue inmediato. La columna de Valdés se dirigió hacia la izquierda patriota, buscando forzar una ruptura en la línea. Los hombres de La Mar se prepararon para resistir. El aire se llenó de humo, pólvora y gritos. Los disparos hicieron caer a los hombres de la primera línea, pero sus compañeros avanzaron por encima de ellos. Los gritos de dolor, el rugir de los cañones y el choque de las bayonetas se mezclaron en una sinfonía de muerte. La pampa, tan verde por la mañana, empezó a teñirse de rojo.

Sucre, desde la cima, observó el avance de sus hombres. No necesitó dar órdenes, sabía que la furia de la libertad los impulsaba a través de ese campo de sombras y cuerpos inmóviles.

El golpe final llegó cuando las tropas realistas se vieron rodeadas por los hombres de La Mar, que habían resistido el avance inicial. La maniobra de cerco fue perfecta. Los españoles, viendo su destino sellado, comenzaron a rendirse. El virrey La Serna, herido, fue capturado y llevado ante Sucre.

—Capitulará usted para toda la América del Sur —dijo Sucre—. No habrá más guerras de España en estas tierras.

El Virrey inclinó la cabeza, rendido. Los soldados que aún quedaban en pie, patriotas y realistas por igual, soltaron sus armas y se dejaron caer sobre la hierba. Los heridos lloraban de dolor, los vivos lloraban de alivio.

¿Qué implica una segunda independencia?

La segunda independencia no será una simple reedición de las gestas heroicas del pasado, sino una transformación radical que atraviese la economía, la cultura, la política y las formas de unidad de los pueblos. En primer lugar, se requiere soberanía económica, recuperar el control pleno sobre los recursos estratégicos. No podemos seguir permitiendo que el litio, el oro blanco del siglo XXI, sea saqueado por multinacionales que se llevan la riqueza y dejan solo migajas para los pueblos. La explotación de estos recursos debe estar controlada por los Estados, no por una cuestión ideológica, sino por una necesidad histórica y práctica: ninguna nación puede ser verdaderamente independiente si no controla sus fuentes de riqueza. Pero la independencia no se limita al control de los bienes materiales; también exige pensar en los bienes inmateriales, en la felicidad del pueblo. Durante años nos han dicho que la única vía hacia el «progreso» es la privatización, la apertura de mercados y la subordinación a los grandes centros financieros internacionales. Descolonizarse es romper con esa lógica, es asumir que existen formas de desarrollo más justas, solidarias y humanas, que no sacrifican la dignidad de los pueblos en nombre del crecimiento económico.

A esta tarea se suma la unidad latinoamericana, un principio que ya guiaba a los libertadores de la primera independencia. La fragmentación de América Latina ha sido siempre una estrategia funcional a las potencias extranjeras. Ayer fueron los virreyes españoles; hoy son las corporaciones transnacionales y los fondos buitres. La lección de Ayacucho es clara: la unidad es la clave para enfrentar a los nuevos virreyes, que sientan en los directorios de bancos y organismos internacionales. Finalmente, para que todo esto sea posible, se requiere una transformación política. No se puede hablar de independencia si los gobiernos latinoamericanos siguen aceptando e implementando programas de ajuste que condenan a la pobreza a millones de personas. Los herederos de la gesta de Ayacucho no pueden ser los administradores de la miseria, sino los líderes de una nueva forma de hacer política. La dignidad y la justicia deben estar por encima de los intereses de los mercados, porque la independencia no se decreta, se construye día a día, con soberanía, con unidad, con pensamiento propio y con una política al servicio del pueblo.

Ayacucho como inspiración, no como mito

En la memoria de los pueblos de América Latina, la Batalla de Ayacucho quedó como la última gran batalla por la libertad. La imagen de Sucre, sereno pero firme, recibiendo la espada de La Serna, se convirtió en símbolo de la victoria definitiva. Los nombres de Córdova, La Mar, Gamarra y de los soldados anónimos, aquellos que murieron sin ver el fin de la jornada, quedaron grabados en la historia como parte de la gesta emancipadora. Los Andes, testigos de siglos de sometimiento, vieron por fin la libertad.

La batalla fue la coronación de un ideal, la proclamación de la voluntad de los pueblos de América Latina de ser dueños de su destino. La tierra de la Pampa de Quinua, empapada de sangre, fue la última página de un libro que durante siglos había estado escrito por otros. Con Ayacucho, la independencia dejó de ser un sueño y se convirtió en realidad. Al menos en parte. Recordar Ayacucho no debe ser solo una fecha en el calendario. Debe ser una convocatoria permanente a la lucha. No podemos conformarnos con la nostalgia de la gesta independentista, mientras nuestros pueblos son explotados por nuevas formas de colonialismo. Los pueblos no necesitan conmemoraciones, necesitan victorias.

El Ejército Libertador no se enfrentó al enemigo con discursos vacíos, sino con la acción decidida de los pueblos, con un proyecto emancipador y con una estrategia continental. Es momento de que los herederos de esa lucha, los trabajadores, los campesinos, los pueblos originarios y la juventud, retomen la bandera de la segunda independencia.

En la Pampa de Quinua se derrotó a la monarquía española. Hace 200 años, Sucre recibió la espada de La Serna en señal de rendición. Hoy no esperamos que los nuevos virreyes nos entreguen sus armas. Debemos seguir dando la batalla. Hoy, 200 años después, debemos luchar por una independencia total, verdadera y definitiva.

De los esfuerzos de hoy, pende la suerte de la América del Sur… Otro día de gloria va a coronar vuestra admirable constancia.

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