10 de febrero de 2025

Pánico y Locura en la Educación Pública

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Todos sabemos que la educación pública está en crisis. Los motivos son complejos y diversos. Muchos son externos al sistema, los bajos salarios, la calidad edilicia, los conflictos con los padres y los alumnos. Pero otros son propios del sistema educativo. Muchos docentes se encuentran inhabilitados de dar clase por haber cometido alguna falta administrativa o por incumplimiento de algún protocolo burocrático. Las situaciones tardan años en resolverse y esos docentes se deben someter a la espera mientras su vocación se destruye en los espacios semicarcelarios donde “cumplen horario”. La que sigue es una narración en primera persona de una maestra de 28 años que está viviendo esta experiencia desopilante y trágica. Reservamos su nombre para preservarla de posibles nuevos castigos. En el sistema educativo argentino Kafka y Stalin se llevan muy bien.

Ejerzo la docencia en nivel primario desde 2018. Desde que tomé la decisión de ser maestra siempre me vi maravillada por la escuela pública argentina, por su carácter democrático, reflexivo e incluso, amoroso. Debo admitir, de todas maneras, que siempre trabajé en escuelas de gestión privada. En este año, 2024, conseguí mi primer cargo en la escuela pública, uno provisional en una escuela muy querida porque fue allí donde cursé mi formación. El cargo me parecía ideal, en el turno que me quedaba libre y, además, la escuela queda cerca de mi casa. Todo parecía perfecto. Pero la realidad no resultó como esperaba.


Un viernes, mientras estaba conversando con el familiar de una alumna que se había acercado a conversar sobre un tema delicado, otra alumna se cayó en el recreo. Yo no estaba en el patio escolar donde esta nena se cayó.  Me enteré porque la maestra que estaba a cargo me lo comentó como otro comentario más.  Me acerqué a la alumna para ver cómo estaba y ponerle hielo en su herida. Después supimos que la nena se había fracturado. Siempre pretendo actuar desde el cuidado, el cariño y el amor como docente, pero fallé desde lo administrativo porque al enterarme del accidente no ejecuté el protocolo de accidentes dando aviso a la ambulancia. Fui responsable de no haber actuado de acuerdo con el estatuto, pero esta falta me generó una situación que fue completamente inesperada.

 
Apenas me puse en conocimiento del desenlace de la caída de la nena se inició un verdadero infierno. Recibí audios de amenazas explícitas de familiares; esto me provocó palpitaciones aceleradas, angustia y temor. No sabía qué hacer, ni qué suponer, a quién llamar o a quién acudir. Esos días, de incertidumbre y desolación, intenté hablar con gente que me hiciera bien, y luego que pudiera orientarme sobre qué hacer. En este punto, destaco la solidaridad de gente conocida e incluso desconocida, militantes de la educación, que supieron escucharme y contenerme. Del equipo directivo de la escuela, nada; solamente respuestas frías y distantes a mis mensajes donde les comentaba mi situación.


El lunes siguiente al accidente, al volver a la escuela, busqué hablar con la directora, una mujer rubia, gracias a la tintura, con botas altas y gestos excesivos. Nuestra primera charla fue para recibir maltratos y culpabilizarme. Después de una hora, me acerqué otra vez para volver a conversar y contarle mi versión de los hechos, pero tampoco pude. Sin dudar, me dijo: “Voy a firmar todo para que no me quede ni una mancha a mí”, y me reclamó haber atendido a una mujer en la escuela. Si bien es una tarea pedagógica y la mujer ya estaba dentro de la institución esperándome; la directora me marcó que todo el tiempo yo tenía la responsabilidad de todos mis estudiantes. Me acusó de no tener manejo de grupo, a pesar de que nunca me vio ni dentro del aula ni el patio del recreo y de no conocer el protocolo de accidentes. Pero olvidó recordar que ese día no había ni directivos ni secretarios. Tampoco me pudo responder sobre quién hubiera estado al cuidado de los otros 25 alumnos en el aula mientras yo realizaba la serie de llamados que me reclamaba debería haber realizado. Me hizo firmar actas que yo, ingenua y asustada, firmé sin mirar fechas o contenido y me cargaban de toda la responsabilidad en la causa… también me dio la declaración jurada para completar, dos meses después.


Al día siguiente, conocí a inspectores que me remarcaron mi falta de acción en cuanto al protocolo. Me separaron del cargo y me mandaron a cumplir horario en la sede de inspectores. No entendía nada ¿Qué era eso? ¿Qué pasaría? ¿Sería verdad que me iban a hacer un juicio? ¿Iba a poder volver a la escuela? ¿Cuándo? ¿Qué pasaría con los y las pibas el grado? ¿Cómo estaría la nena?


Primero, fui a una sede de inspectores, chiquitísima, sin ventanas   y casi sin pintura. Muy fría y tétrica. Compartía el tiempo con dos maestras más, también separadas del cargo, pero más avanzadas en el proceso de investigación. Una está hace dos años y la otra hace seis, esperando la resolución de su caso en la misma silla de ese espacio aterrador. A los pocos días pasé a otra sede justo al lado de la escuela donde ocurrió el accidente. Tenía un miedo fatal de cruzarme a alguien de la escuela ese primer día. Subí por una escalera empinada, finita y gris. Abro la puerta y un grupo de mujeres estaban haciendo una sopa de zapallo en una cocina ¿Dónde estoy? ¿Qué es esto? Había trece docentes casi en la misma situación que yo; algunos pre sumariados, otros sumariados, otros a la espera de alguna resolución.


Comencé a hablar y todos/as tenían su historia. Algunos estaban hace ocho años, otros hacía dos meses; casi todos mayores que yo y varios sin ganas de volver al aula nunca más. Los primeros días, sin darme cuenta, yo iba con mi guardapolvo porque yo sigo trabajando durante las mañanas hasta que mis mismas compañeras de encierro me empezaron a juzgar, por seguir ejerciendo. “Deberías no trabajar más en ningún lado. Seguro dentro de poco te van a sacar de ahí también”.  Me saqué el guardapolvo para siempre, pero me llevé la computadora y los libros porque, afortunadamente, soy estudiante universitaria y eso me sirve para construirme un micro mundo paralelo para aislarme.  Separarme de los comentarios ofensivos, de las palabras insultando al sistema, de los programas de “Intrusos” a todo volumen, de los discursos de odio, de las miradas que juzgan según lo que comés o cómo te vestís, de las peleas a los gritos entre dos colegas que conviven durante varias horas semanales en “La sede”. Yo le digo, con un toque de gracia, “El Hostel”. Este lugar es una casa antigua, con una mesa grande en el living y una cocina equipada atrás, cuenta con un baño de azulejos celestes y una terraza donde pega el sol casi toda la tarde. El piso está destruido y según cuenta la leyenda, allí fue donde se murió la auxiliar que, hace varios años, vivía ahí.


Los inspectores casi nunca están y nosotros, pasamos el tiempo cumpliendo el castigo. Algunas duermen la siesta; otras pintan en madera; leen revistas; ven Tik- Tok; hablan mal de “la Yegua”, se burlan de la toma de universidades, se cocinan y toman té.
La primera semana intenté estar tranquil, al menos ya sabía que solo quedaba esperar. Me lo habían dicho en el gremio cuando fui a preguntar: “Tomá mucho té de tilo”. Mientras tanto, busqué conversar, leer, planificar, tomar mate, estudiar. Mis amigos auxiliares me visitaban para ver cómo estaba; me llevaban torta frita y me advertían sobre situaciones que sucedían a diario en el lugar.

 
Cada día, busqué ser amable, gentil y respetuosa, aunque hubiera tantas cosas que me molestaban y me dolían. Solicité otra reunión con inspección para modificar el horario de salida/entrada con la escuela de la que me habían separado y que queda exactamente al lado. El inspector me comentó un poco más el proceso a seguir, lo hizo con un tono formal de burócrata. En SUTEBA me recomendaron que no diga nada, y eso hice. Saludé y me fui.


El día del docente, una compañera de la escuela me dice que los alumnos del grado que tenía a cargo me habían hecho un regalo. Me encuentro con ella; nos abrazamos después de tanto tiempo. Me da una carta y una bolsa. Logro leer, reconociendo la letra:
“Seño …: Los y las alumnos de (…) te extrañamos mucho. Fuiste y sos la mejor profe que hemos tenido. Extrañamos tu forma de dar clase. Esperamos que puedas volver pronto” Sentí una emoción profunda, una felicidad especial y una esperanza renovadora. Mis alumnos me quieren y me recuerdan con alegría. Me dieron un regalo por el día de la maestra, aunque la directora y el sistema educativo me acusan de haber sido una pésima docente. Mil alumnos me reconocieron más allá que ningún superior lo hiciera.


 Al día siguiente, un auto se me cruza en mi camino a toda velocidad, era un estudiante y su papá “Te estuvimos buscando. Queremos saber cómo estás. Te pasó esto por ser la nueva”. No contesto porque no sé qué decir. Abrazo muy fuerte al que había sido mi alumno, una y otra vez, y le digo que, por favor, mande saludos al resto de los chicos del grado.


En “El Hostel” la situación es cada vez más abrumadora y se me acaban los recursos para entretenerme; solo intento leer abstraída de la charla que circunda alrededor. El tiempo pasa y sigo ahí sin saber qué va a suceder. Vuelvo a encontrarme con el inspector, quiero contarle qué me pasó, cómo estoy; quiero que alguien me escuche y me ayude en todo esto que es tan nuevo y desconocido para mí. Trabajé dos meses en la escuela pública después de haberlo soñado durante 12 años y de pronto estoy en una situación totalmente kafkiana. Le dije todo, o casi… Le explicité, antes que nada, que sólo buscaba hablar desde la sinceridad y el respeto y que no negaba mi responsabilidad estatutaria pero que consideraran las irregularidades presentes en la escuela, cómo me trataron, lo denigrante de pasar cuatro horas de mi día cumpliendo horario sin ninguna función más que resistir; mis deseos genuinos de luchar y apostar por la educación y lo desesperante que es estar privada de ejercer mi tarea docente por tiempo indefinido. Me dijo que me entendía pero que tengo que esperar a que “mediante comunicación jerárquica” me avisaran formalmente sobre mi situación que  ya “está elevada”. También me aseguró que después de una tan mala; la vida me iba a recompensar con algo muy bueno. Todavía no sé si esto que dijo era una ironía o una simple demostración de estupidez.


 Mientras tanto, sigo esperando. Ya pasaron más de 3 meses resistiendo y “fingiendo demencia”; sintiéndome, en muchas ocasiones, una ‘’verdadera ñoqui’’ cobrando un sueldo por no hacer nada. Soportan la ineficacia del sistema educativo y del estado para resolver cuestiones administrativas y, por lo tanto, dándole tristemente la razón a aquellos que siempre repiten el mismo cuento. Estoy aprendiendo a que la vida no es como la imaginamos, sino que es como es. Intento ser resiliente y encontrar el lado bueno de todo esto, al menos en los instantes que las circunstancias me lo permiten; aprendo de las miserias y escasez del sistema de educación pública. Y, a pesar de todo, sigo creyendo que educar es la tarea a la que le quiero dedicar mis esfuerzos. No me voy a rendir, mi pasión es la educación y voy a seguir adelante porque, como dice Atahualpa Yupanqui, “Es mi destino. Piedra y camino”
 

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