Té, escones y peleas por un mundo mejor

En un relato plagado de aromas y sabores de infancia, el autor, Daniel Gray, recupera las tradiciones antifascistas de sus mayores, que llegaron como migrantes a la Argentina de posguerra.
I
Como tantas historias, esta comienza con un recuerdo. Mi tía Patita vivía a dos cuadras, en una casa de puertas siempre abiertas. La tía Patita era muy rubia y baja y estaba casada con el tío Juan, un hombre delgado, alto, elegante, siempre de traje y corbata que ajustaba a la camisa con un broche de nácar.
A la hora de la merienda yo avisaba que iba a lo de la tía Patita, me subía a la bici, pedaleaba y en un suspiro llegaba a su casa. Desde las ventanas abiertas llegaba el aroma de los escones y el té. Yo gritaba “tíaaaaaaaa” y la tía abría la puerta y me recibía con su sonrisa alegre y sus ojos grandes y verdes. Me decía “pasá, nene”. Yo dejaba la bici tirada en el piso y entraba. La mesa siempre tenía manteles y ya estaba lista la tetera con el pullover, las tasas de porcelana, la panera de madera plena de escones tibios, los potecitos con mermeladas. La tía siempre me preguntaba “¿tomamos el té?” como si tuviera que cumplir con esa frase un ritual. Yo respondía: “sí, tía, gracias”. Y nos sentábamos, el tío llegaba cuando servíamos el té en las tasas. Y entonces me preguntaban del colegio, me contaban lo que habían hecho en esos días, había bromas y yo era feliz comiendo escones con jalea de frutilla y tomando té.
Los sábados esta ceremonia era una fiesta porque el té de la tarde se completaba con mis padres y otros familiares. Ahí yo correteaba entre las piernas de hombres gigantes que fumaban puros, reponía las paneras de escones o ayudaba a la tía Patita o a mi madre a preparar el té. Pero lo que más me gustaba era escuchar las historias de la guerra. La tía Ivy había sido enfermera y el tío Alexander había sido aviador en la RAF. Los dos eran escoceses y vivían en Argentina pero cuando el Rey Jorge VI convocó a los británicos a la guerra contra la Alemania nazi se presentaron a la embajada y, como tantos otros, se fueron a Europa a pelear bajo las órdenes del ejército británico.
El tío contaba de los vuelos nocturnos, los bombardeos que hicieron sobre Alemania, las luces de las explosiones y el fuego. Pero también el miedo por la metralla antiaérea y por los enfrentamientos con los Stuka de la Lutwaffe. Cada relato del tío Alexander era una aventura llena de emociones, contaba las batallas aéreas en cada detalle y se ayudaba con los brazos y onomatopeyas para compartir con exactitud lo que había vivido. El acento de sus palabras denunciaba que había nacido en las tierras altas y sus vocales nasales y consonantes ruidosas se dibujaban en el aire entre el silencio y el pesado humo de los puros. Cuando el relato terminaba, con el tío y sus camaradas volviendo triunfantes a las islas, se escuchaban los insultos a Hitler y a los nazis. Los “bloody”, “fuck” y “bastards” que se mezclaban con palabras en castellano y las risas por la alegría de haber ganado la guerra, de volver a casa, de haber destruido a la bestia nazi.
Casi no recuerdo relatos de la tía Ivy, pero sí sus ojos azules y su sonrisa suave. La tía había estado en el norte de África y luego en Italia. Alguna vez contó la desesperación que tenían por curar a los heridos que venían a montones y nunca alcanzaban las enfermeras para todos. Pero esto lo contó una tarde mientras bromeaba con que los escones que ella había hecho no iban a alcanzar. Creo que la tía Ivy vivió el sufrimiento de la guerra verdadera y no quería contar lo difícil que fue defender la vida entre tanta sangre, dolor y muerte. Detrás de su sonrisa, de su tierna y firme amabilidad y de su cortesía señorial se escondía una mujer dura, valiente y modesta.
Los vecinos de casa también habían estado en la guerra. Don Camilo era italiano, charlaba con mi padre a través del tapial, había entrado al ejército del Duce con la invasión a Etiopía y luego fue destinado a servir con el Afrika Korps alemán y de ahí a Italia a intentar rechazar la invasión aliada. Cuando Alemania tomó control de Italia don Camilo finalmente terminó en un campo de concentración y siempre contaba que los oficiales alemanes eran muy atentos y correctos. Con el triunfo aliado finalmente fue libre, juntó algo de plata y con su mujer, Vicenta, rumbearon para Argentina.
En la otra casa vecina vivía una familia de entrerrianos que eran hijos de inmigrantes alemanes del Volga y alguna vez me mostraron el colorido salvoconducto del imperio ruso. Habían escapado de los pogromos, la violencia de los cosacos y los enfrentamientos armados que anunciaban la revolución. Eran todos altos y rubios, trabajadores incansables, de gestos duros y una solidaridad inclaudicable. Mi papá los ayudó a instalarse cuando llegaron a la casa vecina y siempre se juntaban a charlar con el “tío” Martín. Las familias se entrelazaron y la amistad entre nosotros se hizo firme y eterna.
II
Estos recuerdos me formaron, como tantos otros relatos de inmigrantes que pelearon en las guerras y revoluciones europeas formaron a tantas personas en los años 50 y 60 en Argentina. Relatos en donde la valentía y el trabajo se unían al desprecio por los regímenes autoritarios, clasistas y asesinos. Pero cuando llegaba la tarde también llegaba la cerveza stout, el whisky y las discusiones políticas, no gritaban pero las opiniones eran muy diferentes y muchas veces los desencuentros llegaban a rozar el enfrentamiento. Pero en ese momento se hacía el silencio, que luego se rompía con alguna ironía, se reían, brindaban y volvían a conversar tranquilos. Una vez le conté al tío Alexander que un vecino había dicho algo muy feo de alguien a quien el tío admiraba y reconocía como líder político. El tío le dio una pitaba a su puro, me miró con una miraba tranquila, me puso la mano en la cabeza y me dijo: “viste, sobrino, ese señor piensa así”. Ese día aprendí de lo que se trataba la democracia: aceptar las ideas de los otros. Debatir, confrontar, intentar que nuestras ideas triunfen, pero aceptar que hay otras ideas y se deben respetar. Porque las ideas no nos hacen ni buenos ni malos, sino que son las acciones las que nos califican.
En esos tés de la tarde, en la casa de la tía Patita, aprendí a odiar al racismo, a los nazis y al fascismo. Mientras comía los escones tibios que derretían la manteca con la que los untaba, aprendía que yo era parte de la clase trabajadora y que a través de la lucha de las organizaciones sindicales se podía conseguir la distribución de las ganancias y las mejoras en la vida. Pero nunca había que olvidar que la clase dominante es cruel y es impiadosa y no duda en matar con tal de defender sus privilegios. Entre risas y anécdotas me enseñaron que el anarcosindicalismo es la ideología de los hombres libres que se asocian con otros hombres libres para construir una sociedad que cuide a las personas, que respete su vida personal, y que juntos podamos promover el progreso a través del trabajo compartido. En esas tardes supe que la solidaridad no es solamente una palabra sonora, sino que son acciones reales, porque mejor que decir es hacer. Por eso no me sorprendí cuando en tiempos difíciles algunas personas se quedaban a dormir unos días en el altillo de casa. Nadie me decía sus nombres, ni el motivo por el que tenían que esconderse. Tampoco me decían que no contara nada, no hacía falta.
III
Ahora, en estos días, Milei, con su pelambre de carancho, grita con ojos desorbitados que estamos en una batalla cultural entre los que creemos en la democracia, la justicia y la solidaridad contra sus fanáticos que creen en el egoísmo, el autoritarismo y la economía de mercado. Me parece una pelea de juguete, pero pelea al fin. Lo que más me sorprende es que esta pelea tenga sentido en Argentina, una pelea de Twitter, de redes, de Tikitok. Donde tipos como Juan Doe, Marra, Romo, o Espert son los generales de esas fuerzas fantasmales de mentirosa palabrería twittera.
En medio del fracaso del gobierno de Fernández, los jóvenes escucharon los cantos de sirena de estos nuevos profetas del odio, que les envolvieron en brillante papel de regalo las viejas ideas reaccionarias y mugrientas. Esas palabras de ignorantes, de arrogantes que desafían gratis porque saben que no van a tener respuesta, suenan fuerte porque rebotan en las paredes de la caverna platónica.
Olvidarse de lo que fuimos nos trajo a este lugar de confusión, de violencia inútil, de pobreza dolorosa y de ausencia. Nuestra tradición nos recuerda que somos un pueblo resultado de las luchas valientes de otros pueblos, de los republicanos españoles y los maquí franceses, de los partisanos italianos, y los aviadores de la RAF. Somos los nietos de los sindicalistas de la patagonia rebelde, de los revolucionarios de la semana trágica y de la resistencia peronista. Somos nietos de una tradición rebelde, noble, heroica y democrática.
Creo que es hora de servir el té, los escones en la panera y prepararnos para dar una pelea verdadera contra los que quieren arrebatarnos el destino. Porque si el presente es resultado del pasado, nuestro pasado nos convoca a volver a pelear por una Argentina justa, libre y soberana. Y para todos. Porque plata y miedo, nunca tuvimos.