10 de febrero de 2025

Rosas y el dilema de Jeremías Springfield

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Por Julián Otal Landi

Desde el presidente Milei hasta el último troll utilizan a la historia como instrumento de la lucha política y la división de los argentinos. En el lado opuesto de esta estrategia, Otal Landi rescata al historiador Gimenez Vega y su esfuerzo intelectual por salir del enfrentamiento rosismo-antirosismo y encontrar que las contradicciones y errores están en todas partes. Finalmente, para bien o para mal, somos hijos de una historia común que nos da identidad y nos constituye como pueblo.

Elías Giménez Vega fue un historiador y ensayista argentino injustamente olvidado. Autor de obras notables e imprescindibles como Actores y Testigos de la Guerra de la Triple Alianza y el extraordinario Vida del Martín Fierro, ambos publicados en los años ´60 por la recordada y popular colección La Siringa de la Editorial Arturo Peña Lillo. Su vida oscila entre la tragedia y el ostracismo cultural, su legado fue opacado por culpa de su berretín de enfrentar a José María Rosa. A principios de los ´70 publicó un libro que merecería tener mayor reconocimiento, sobre todo por la originalidad de su enfoque disruptivo al distanciarse tanto del rosismo como del anti-rosismo, en una época de alta polémica entre estas dos perspectivas. La obra se llamaba Cartas a un joven rosista, el título es una evidente paráfrasis del clásico de Rainer Maria Rilke, Cartas a un joven poeta. Su principal intención era desmitificar la imagen de Rosas que había construido José María Rosa: un Rosas popular, americanista, benefactor de los humildes y antiimperialista. Un Rosas que se parecía a Perón. En cada carta Giménez Vega se encargaba de demostrar que los ingleses siempre estuvieron interfiriendo en los asuntos internos argentinos y demostraba que tanto San Martín como Manuel Moreno (hermano de Mariano) habían actuado bajo los designios de la banca y la política británica. Y denuncia enfáticamente el infame tratado de 1825:

“El Tratado es tan bochornoso que no puede ser leído sin sonrojarse (si se es argentino) o reírse a morir (si es británico). Suponía una total reciprocidad. Y era este término mágico que eliminaba cualquier acusación de privilegio. Nada más que la Argentina estaba cubierta por británicos que monopolizaban el comercio, mientras que, por Inglaterra, únicamente habían transitado: San Martín, Alvear, Rivadavia, Belgrano, Guido, Moreno, Sarratea… Y británicos en la Argentina, gozarían de idénticos derechos: navegar, comerciar, acomodar sus testamentos a los derechos de su patria, etc. Y aun se tomaron recaudos, para evitar que bajo su nombre de argentinos no se pudieran realizar determinadas maniobras, como, por ejemplo, inscribir un barco mercante”.

Giménez Vega desdibuja completamente a Rosas, pero no deja en claro si en efecto tuvo una actitud de defensa de la soberanía o, por el contrario, se dedicó a defender los privilegios británicos. Y llega al punto de presentar a la principal batalla por la soberanía, la Vuelta de Obligado, como consecuencia de una traición interna entre Inglaterra y Francia.

“(…) No se puede suponer otra cosa que una trampa abierta a las escuadras aliadas. Aparentemente, el verdadero enemigo era el que estaba en el agua, en los navíos franceses. Y Gran Bretaña se esfuerza para que Rosas así lo sepa. Eso explica la falta de armamentos en la Vuelta de Obligado. Ouseley había convenido con Rosas el paseo hacia el fracaso de las escuadras enemigas. La Vuelta de Obligado fue una patriada a la que fue ajeno Rosas, que no la sabía necesaria. Y es tan evidente que, pese a su fracaso, lo mismo las escuadras volvieron derrotadas. Porque Ouseley tenía organizada las dos cosas: el no desembarco de la marinería y el no ataque a los navíos. No en balde en las historias británicas se habla de LA TRAICIÓN DE OBLIGADO. El término que lo reproduce Ferns, hace alusión a dos cosas: primero: a la participación de un centenar de ingleses en las fuerzas de Mansilla, y segundo: sin duda a esta convención entre Rosas y Ouseley”.

El discurso de Gimenez Vega llega al borde de la paranoia conspirativa: ninguna acción política llevada a cabo por federales o unitarios fue independiente de los intereses británicos. Si Rosas no había resultado un escollo para la diplomacia e intereses británicos, ¿por qué fue abandonado a su suerte en Caseros? Giménez Vega argumenta que su ciclo estaba acabado y que la corona británica encontraba en Urquiza a una persona que, a diferencia de Rosas, no tenía escrúpulos. Y con esto, a pesar del desarrollo de su trabajo, tercamente obsesionado por deslegitimar el relato esgrimido por José María Rosa, recupera la honorabilidad del gobernador de Buenos Aires, porque no había desarrollado su política al servicio de intereses privados como sí lo haría Urquiza. No obstante, la derrota del Restaurador fue recibida con algarabía en Londres. En un artículo publicado por The Times se argumentaba que la derrota de Rosas era fundamental para ejecutar el entramado geopolítico que tan prolijamente había pergeñado la diplomacia británica: el encargado de las relaciones exteriores de la Confederación Argentina le había declarado la guerra al Imperio del Brasil y de no haber sido traicionado Urquiza, era muy probable la derrota militar de este último.

Rosas, a pesar de su simpatía hacia los británicos, estaba obsesionado por reconstituir el viejo Virreinato. Por eso mismo, reclamaba Tarija, no reconocía la independencia del Paraguay e intervenía activamente ante la Banda Oriental, territorio siempre en disputa con el Brasil. Es por esta necesidad de legitimar nuestra soberanía que confió en el estudioso napolitano Pedro De Angelis para investigar, recopilar, transcribir y publicar todo lo vinculado a los límites territoriales.

Entonces algo no cierra, o Rosas defendió los intereses del enemigo o todo lo contrario…  La importancia del trabajo de Giménez Vega consiste en salir de esta falsa dicotomía y plantear la posibilidad de los grises, quitarles los bronces a los actores políticos del siglo XIX y demostrar que, al fin y al cabo, la política autóctona no podía desprenderse del juego geopolítico que regía el mundo y la relación entre los países centrales y los periféricos.

El dilema de Jeremías Springfield

Quienes no somos de esta nueva generación, y promediamos la década preferida de Arjona, solemos citar a Los Simpsons. De aquella legendaria serie, un capítulo siempre me pareció excelente como ejemplo de representación de la función social y política de la Historia. Se trata del episodio en que la niña estudiosa y aplicada Lisa Simpson descubre que la vida del fundador de la ciudad, Jeremías Springfield, no era tal como lo enseñaban los libros de Historia, sino que se trataba de un sanguinario pirata que había intentado matar al prócer George Washington. Cuando logra reunir las pruebas y convencer al historiador que preservaba la memoria de Springfield Lisa se arrepiente y simplemente sentencia: “Jeremías Springfield fue… grande”. El motivo era que la imagen que se había construido en torno al prócer, si bien era una falacia, despertaba lo mejor del pueblo: un sentido de pertenencia e identidad. En nuestra historia resulta casi imposible realizar esta operación porque nuestros próceres siempre están en el ojo de la tormenta, al borde de la inquisición, sujetos a los humores de la clase política. No es casual que el “día de la soberanía nacional”, en el que se conmemora la batalla de La Vuelta de Obligado, que durante la segunda presidencia de Cristina Kirchner fue declarado día feriado, continúa siendo un acontecimiento no canónico y ninguneado.

Más allá de las causas o los intereses ocultos que rodean a esta batalla lo cierto es que el hecho fue un hito dentro de las luchas de los argentinos contra los atropellos de los países dominantes. Apenas unos años habían pasado de la primera intervención de Francia sobre México y diez años antes de la “Cuestión Christie” que desembocó en la ruptura de relaciones entre Inglaterra y el Imperio de Brasil. La defensa de la soberanía que encarnaba Rosas como jefe de la Confederación Argentina es innegable. Este accionar de su gobierno fue objeto de reconocimiento por auténticos adversarios como Sarmiento y Alberdi. Este último afirmaría, luego del fracaso de la intervención anglofrancesa:

“Rosas no es un simple tirano, a mis ojos. Si en su mano hay una vara sangrienta de fierro, también veo en su cabeza la escarapela de Belgrano. No me ciega tanto el amor del partido para no reconocer lo que es Rosas bajo ciertos aspectos”

Lo cierto es que la imagen de Rosas y su gobierno aún hoy permanecen como objeto de disputa político-historiográfica. A la vez que persiste en el imaginario político la imagen histórica que realizó José María Rosa, asociada a la identidad peronista.  Y esto es motivo más que suficiente para que voces, como las de Luis Alberto Romero o Hilda Sábato, reaccionen desde la academia para deslegitimar las políticas de gobierno del Brigadier General. A diferencia de aquel episodio de Los Simpsons, la imagen de Rosas y su época sigue en disputa, para algunos es el sanguinario déspota y, para otros, es el gran defensor de la soberanía nacional. Quizás, por enfrentar estas falsas opciones, las incisivas reflexiones de Giménez Vega sigan olvidadas y ocultas tanto para los académicos como para los revisionistas.

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