10 de febrero de 2025

Me he convertido en la muerte, el destructor de mundos

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El 6 de agosto de 1945 Estados Unidos lanzó sobre una población civil el arma destructiva más tenebrosa de la historia, el 9 arrojó la segunda. La bomba atómica aparecía como una nueva variable de poder y el imperialismo norteamericano ascendía hacia la cima.

Por Gonzalo Armua

El 16 de julio de 1945 se realiza la prueba de la bomba Trinity que hace detonar la primera explosión nuclear de la historia. Era el punto de llegada del tan secreto -como posteriormente famoso- proyecto Manhattan. Una cita del texto hindú Bhagavad-gītā, le permitió a Julius Robert Oppenheimer, el físico a cargo del proyecto, referirse al momento en que vio el poder de su creación en el desierto de Nuevo México: “’Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos’. Supongo que todos pensamos eso, de una u otra forma”.

El Bhagavad-Gita, un texto sagrado hinduista escrito en sánscrito, presenta un diálogo entre el príncipe guerrero Arjuna y Krishna, una encarnación de Vishnu. Arjuna, angustiado por la batalla en la que debe enfrentarse a sus propios seres queridos, recibe de Krishna las enseñanzas sobre el dharma, o deber sagrado, que le permite cumplir su papel sin dejarse llevar por preocupaciones personales. Allí Krishna revela su forma universal a Arjuna, un ser de múltiples bocas y ojos, el resplandor de mil soles.  Oppenheimer, tras presenciar la detonación de Trinity, recordó las tristemente famosas palabras del Gita:  «Me he convertido en la muerte…”

La bomba atómica reconfigura el escenario geopolítico.

Unas semanas más tarde, el 6 de agosto de 1945 la humanidad vería al “destructor de mundos” explotar y destruir la ciudad de Hiroshima, en la región oeste de Japón. Tres días después, el 9 de agosto, la bomba Fat man era arrojada por el bombardero estadounidense Bocks Car sobre la ciudad de Nagasaki. Si la bomba de Hiroshima, es la expresión apoteótica de los crímenes contra la humanidad, la de Nagasaki no tiene palabras que permitan justificar el grado de tal atrocidad.

Ninguna de las aberraciones que había cometido el ejército imperial japonés en China e Indochina fueron ajusticiados con estos bombardeos; tampoco estos crímenes del “Imperio del Sol Naciente” tuvieron mucho peso a la hora de tomar esta decisión. No una, sino dos veces detonaron el resplandor de mil soles sobre la población civil. “La barbarie de Europa occidental es increíblemente grande, solo superada —superada con creces, es verdad— por la barbarie de Estados Unidos”, dirá el poeta antillano Aimé Césaire con justa razón.

El argumento de EE.UU para  utilizar estas Armas de Destrucción Masiva suponía evitar muertes en las tropas aliadas  y poner fin a la guerra. Esto, además de un ridículo, es una de las falsedades a las que el imperialismo norteamericano tiene acostumbrado a los pueblos del sur del mundo. Lo que en verdad estaba en juego era cuál sería la potencia que ejercería la supremacía geopolítica en el mundo post II Guerra. Para EE.UU. la alianza con la URSS en el frente oriental se estaba tornando un problema y necesitaba dar un mensaje de poder preponderante. En un mundo aun colonial, con un emergente capitalismo de masas en occidente, y ya en disputa evidente con el bloque socialista, quien quisiese ser el “Rey Soberano” debería montarse sobre una montaña de sombras y ruinas.

Cuando el bombardero Enola Gay dejó caer la bomba sobre Hiroshima la flamante Carta de San Francisco, que daba nacimiento a la ONU, tenía menos de dos meses de existencia. En ella las naciones firmantes se comprometían a “defender la paz y los Derechos Humanos en el mundo”. Luego de ver la barbarie -que Europa ejercía cotidianamente en sus dominios coloniales- vuelta sobre sí misma, decidieron crear la Organización de las Naciones Unidas. Con los campos de concentración en las retinas del mundo -nuevos en el norte, pero muy conocidos y padecidos en el sur- establecieron un sistema internacional para prevenir futuras catástrofes humanas. Pero Japón no era occidente, tampoco China ni Indochina, tampoco Asia ni África. Tampoco América latina.

 Varias semanas antes, un bombardero B-29 de la aviación estadounidense había sobrevolado la isla del Japón durante muchas tardes para que la población se acostumbrara a esa presencia en el cielo. El 6 de agosto un avión apareció en las alturas, extrañamente por la mañana. Los datos que siguen han sido repetidos hasta el hartazgo, tal vez, para llenar de palabras una descripción tan absurda como nefasta: “A la 8.15 la Little Boy es lanzada y menos de un minuto después estalla en el aire con la potencia de 16 mil toneladas de TNT.”

El artillero y fotógrafo del bombardero describió: “Comienzo a contar los incendios. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… catorce, quince… es imposible. Son demasiados para poder contarlos. Aquí llega la forma de hongo de la que nos habló el capitán Parsons. Viene hacia aquí. Es como una masa de melaza burbujeante. El hongo se extiende. La ciudad debe estar abajo de todo eso”.

Setenta mil personas murieron en un destello, sus sombras quedaron en el asfalto. El registro fílmico y fotográfico es impresionantemente basto y mudo. Todo el archivo sobre las bombas obedece a esa frivolidad de la razón que engendra monstruos, pero también a una lógica de poder internacional. Para que el objetivo de ser potencia hegemónica pueda ser alcanzado, el poder debe ser mostrado, debe hacerse espectáculo.

La bomba que terminó la Guerra

“El enemigo ha comenzado a emplear una bomba nueva y más cruel, cuyo poder para hacer daño es de hecho, incalculable, y está cobrando muchas vidas inocentes. Si continuamos luchando, no solo resultaría en un colapso final y la destrucción de la nación japonesa, sino que también conduciría a la extinción total de la civilización humana”.

 Así expresó el emperador Hirohito la rendición total del Japón el 15 de agosto de 1945. Era la primera vez que su voz se escuchaba en público. Sus ansias de expansión sobre el continente se ahogaban en un mar de silencio y destrucción, algo que nunca imaginó se volviese sobre su nación. Más de 250 mil personas habían muerto con los dos bombardeos, cientos de miles más padecerán ceguera, quemaduras y cáncer. Cientos de miles de “niños, mudos, telepáticos”, escribirá Vinicius de Moraes y cantará Ney Matogrosso en La rosa de Hiroshima.

Terminada la guerra, EE.UU. emergió como el garante de la libertad y gendarme de la paz mundial, y se alió rápidamente a sus antiguos enemigos -Alemania y Japón- para enfrentarse a su antiguo aliado y, ahora, nuevo enemigo: el comunismo internacional.

Durante la Guerra de Corea, tras la derrota en la batalla de Chosin, donde el apoyo del Ejército Popular de China a las tropas comunistas de Corea se tornó central, el general MacArthur solicitó que le enviasen 26 armas atómicas para atacar Pyongyang. Truman se negó rotundamente. El mismo presidente que había tirado dos bombas, que había iniciado la famosa doctrina que lleva su apellido, se negó. Hacía unos años que otros podían devolverle el favor. La URSS había alcanzado la bomba atómica en 1949.

Ese día de julio del ´45 que en el desierto de Nuevo México explotaba la bomba Trinity se iniciaba una nueva y el mundo cambiaba para siempre. Oppenheimer interpretó el acontecimiento desde su oscuro misticismo hindú pero quien realmente captó la verdadera naturaleza de la etapa imperialista que se abría fue Kenneth Bainbridge, uno de los diseñadores de la primera bomba y unos años después director del departamento de Física de Harvard. Bainbridge, luego de la explosión, se volteó hacia Oppenheimer y dijo, “Oppy, Ahora somos unos hijos de puta”.

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