10 de febrero de 2025

Reflexiones polisémicas de la obra «La suerte de la fea» de Mauricio Kartun

WhatsApp Image 2023-09-27 at 19.16.39

Por Rolando Pérez, escritor y dramaturgo.

A nadie sorprendió, salvo a los propios europeos, que el español Guillermo Heras, faro iberoamericano del teatro recientemente fallecido dijera, en una conferencia en Madrid, que ni Ciudad de México, ni
Santiago, ni Bogotá, ni mucho menos Madrid o Barcelona pueden considerarse la Capital del Teatro en lengua española. Ese título sólo corresponde a Buenos Aires. «Los argentinos están locos. En una
semana, de lunes a domingo y en agosto, es posible ver en esa ciudad del sur de América, más de quinientos espectáculos teatrales. En cuestión de teatro, nada se compara en el mundo.» Pero, ¿cómo es posible se decía, no es que están en crisis? ¿No es que tienen una inflación de muerte? Sí, estamos en crisis hace añares, y sí, tenemos una inflación increíble. Pero también tenemos una pasión incomparable, talentos de un altísimo nivel en todos los espacios de la escena: autores y autoras, actores, actrices,
directores, puestistas, vestuaristas, escenógrafas, músicos y técnicos; y lo más importante, una extensa y dilatada tradición de teatro independiente que desde la vuelta a la democracia, hace cuarenta años,
ha encontrado en el Estado el apoyo necesario para sostener el circuito teatral que es admirado, y envidiado, en el mundo entero. Todo eso es cierto, pero también lo es que corremos el riesgo de transformar esa realidad en un hermoso recuerdo, si llega efectivamente al poder la
opción política de la derecha más salvaje, y estúpida, y peligrosa que haya surgido en el país desde 1916. Este artículo, sin embargo, no va a tratar de conjurar la catástrofe que se avecina, sino analizar las razones
de por qué «La Suerte de la Fea» es una de las mejores obras que pueden verse, todavía, en la gran capital del teatro en español. Me pasa algo raro con el teatro. Siempre lo vivo con una intensidad especial. El cine, por lo contrario, rara vez me interpela a un nivel físico. Recuerdo, como único ejemplo equiparable, lo mal que la pasé con la escena de violación en Irreversible. de Gaspar Noé. Tuve ganas de levantarme, como hicieron algunas respetables damas y caballeros de la platea y rajar. Sólo quería escaparme de esa angustia que me llegaba desde la pantalla del Lorca. Empecé a revolverme en la butaca y luego de esos diez minutos interminables, la conmoción pasó y volví a sentirme libre de seguir, sin dolor personal ni incomodidad física, los giros de la película. Pero el teatro es distinto. La presencia física de los actores combinada con esa distancia absoluta de la que hablaba Sartre, me obliga a vivir de un modo
diferente la experiencia. Es por eso que no voy al teatro salvo que me lo recomiende alguien cercano, una voz segura, amable y respetada. Porque cuando estoy sentado en la butaca del teatro y si la cosa falla por lo que sea que falle (la interpretación, la dirección, la dramaturgia), siento realmente una incomodidad física real. Empieza a dolerme el estómago, me siento atrapado, los dedos se me transforman en jeringas de sudor y no puedo contener las piernas que, parece brujería, tienen arranques totalmente autónomos de movimiento. La ansiedad me alarga el tiempo de la representación y comienzo a imaginar horrores mitológicos: me veo atado con cadenas a la piedra en un saliente de la montaña, y a lo lejos, pero cada vez más cerca, distingo con terror un águila acercarse para picotear con placer mis entrañas. Soy Prometeo encadenado y maldigo mi suerte como si se tratara de un castigo olímpico. Quedáte
quieto que nos miran los actores. Y eso es ya un salto sin retorno. Sin embargo, quizá por las mismas razones (exceso de imaginación, facilidad para la sinestesia) cuando el teatro es bueno, cuando estoy en presencia de un acto puro de ritualidad impecable, me corre por el cuerpo, por la piel y por el cerebro, la experiencia de la totalidad. No es un orgasmo, porque durante el orgasmo, carecemos de cerebro. El orgasmo es por definición, una experiencia sin conciencia crítica. El teatro, cuando es bueno, es eso más la satisfacción de saber que estamos viviendo eso. Así fue para mí ver «La suerte de la Fea», la obra del gran Mauricio Kartun, en la interpretación de la incomparable Luciana Dulitzky. Pero, ¿por qué es tan buena? Por muchas razones. La epifanía, cuando se da, siempre es una suma de factores. Veamos. Después de la moda posdramática y la autoficción que vivió toda América, donde se llegó a hablar de la muerte del actor, y la inutilidad del texto autoral, cuando parecía que era necesario contar con una enfermera real si la obra se desarrollaba en un hospital, o un bombero, un soldado, un cocinero que hubieran apagado incendios o guerreado o preparado platos en la cocina de restaurantes
palpables y reales; se está comenzando a vivir una nueva etapa teatral, un florecimiento encaramado en la excelencia de las dramaturgias autorales. Desde la mexicana Silvia Peláez, pasando por el Puerto Rico
de Roberto Ramos Perea, hasta el uruguayo Guillermo Blanco, sin olvidar tanto grupos centrados en la reelaboración de autores clásicos, como Los Colochos, los autores y el texto teatral han empezado a tomar la posta de una nueva edad de oro. El teatro latinoamericano, que los curadores europeos en el pasado inmediato pedían exótico o politizado, ha desplazado su horizonte de excelencia desde las prácticas centradas en la recepción hacia una profundidad que se ahonda en la escritura. Se hace hoy un teatro que no abandona lo político pero que ha mejorado o modernizado, o diversificado sus metáforas, sus vinculaciones y su universo situacional. “La suerte de la Fea” es teatro político, es social, es
feminista, es erótico y es una denuncia que toma un tiempo histórico preciso: el Buenos Aires de los años veinte, pero lo transforma en algo tan actual como un feed de Instagram. Kartun es un maestro de
dramaturgos, conocido en todo el mundo teatral hispanoamericano. No es nada raro que haya producido un texto teatral de gran calidad. Lo sorprendente es que haya podido trenzar en tan corto espacio, apenas unas siete páginas, la ristra fina de los problemas socioeconómicos de estos años. El cuentito es más o menos como sigue: una violista fea consigue formar un dúo inefable con una figurante de gran atractivo sensual y ningún conocimiento de música. La rubia de rulos y curvas que enamora a todos los hombres del local es un genio de la simulación y la gestualidad que empuja a la violista escondida en el pozo de la orquesta a alcanzar picos creativos de composición espontánea y éxtasis asegurado. El dinero llega a montones a las manos del empresario que las contrata, la rubia se enamora, se enferma, muere. Y el misterioso embrujo que las unía no puede ser reproducido. Pero en éste simple conteo, se esconde la posibilidad de conversar sobre muchos bueyes que no están perdidos: el trabajo esclavizante, la desigualdad de trabajo y remuneración entre los géneros, la desmesura glotona de los
empresarios, la revolución, el centro intocado del arte, el largo anhelo del amor solitario, las relaciones entre madre e hijas, entre compañeras, entre amigas, entre víctimas y vengadoras. Cabe mencionar que algo muy difícil en teatro aquí aparece con la fineza precisa con que una concertista descansa sus dedos sobre los finales de una frase de música. Me refiero al trabajo del músico en escena. Pocas veces se consigue una fusión realmente efectiva entre el músico que está ahí, que vemos y escuchamos, y la escena, la actriz en este caso que lleva adelante la magia selecta de su gestualidad. Aquí Federico Berthet logra algo que sólo recuerdo haber experimentado en una puesta de la enorme Raquel Albeniz hace ya muchos años en el viejo teatro Anfitrión. En aquel momento eran dos músicos de la Antigua Jazz Band que, sentados al costado con sus instrumentos, se volvían parte inseparable y complementaria del trabajo actoral. Aquí sucede lo mismo. La música, centralidad temática de la obra, se vuelve silencio y evocación, una especie de plano metafísico por el que transita nuestra imaginación intentando reponer lo sugerido, revivir lo inesperado del recuerdo. La música, al mismo tiempo, está y no en escena, y es por momentos
cuando no está que se vuelve más presente, por ejemplo, en los momentos orgiásticos del relato, uno cree haberla escuchado, pero es sólo una ilusión que nos ofrece la memoria personal de otras noches, de
otros ámbitos del pasado. Esto se logra, como no podía ser de otro modo, gracias a la delicada dirección de otra actriz de talento, la conocida Paula Ransenberg que logra algo inusual y exquisito e irrepetible: una experiencia teatral inolvidable, algo para recordar, para analizar, para discutir y para recomendar hasta a los más recalcitrantes opositores de nuestro teatro independiente. Sean del sector extremo que
prefieran, para todos será lo mismo. Una obra de arte.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *