Vicios imposibles: alpargatas no y libros tampoco…

Otro bien que se volvió inaccesible. Desventuras de un bibliómano en tiempos de anarcocapitalismo.
Por Rolando Pérez
El único vicio que conservo son los libros. Tuve otros, más o menos comunes allá por los años ochenta, que los vaivenes de una economía deficitaria y mi apatía natural para todo esfuerzo meritorio se encargaron de exorcizar. Pero los libros se quedaron conmigo.
Siete son las bibliotecas de mi casa. Están en la cocina y en las piezas, en los pasillos que llevan al baño o al jardín; en el garage dentro de un armario de metal de los años treinta, y en una biblioteca de hierro que armé con el esqueleto de un archivero encontrado en la calle. Por supuesto, también las tengo de madera. Dos de ellas me las dejó una pareja de amigos chilenos que abandonaron Buenos Aires después de haber intentado trasladar su vida y su arte al prestigioso círculo de nuestro teatro independiente. Volvieron a Santiago, con un rescoldo de frustración en los sueños para encontrarse con la vigilia simplona y llana del primer gobierno de Piñera.
No sé cuántos libros tengo. Carezco de la sensatez aritmética, o el orgullo, de contarlos para hacer prolijos ficheros temáticos o listas de Excel. Siendo vago por disposición natural o adquirida y enemigo del esfuerzo, no soy perezoso o indolente al momento de adquirirlos. Todas las formas de conseguir libros son buenas para mí. Cuando era chico me los hacía traer de la biblioteca de Caseros por mi madre, o le rogaba que los encargara al visitador del círculo de lectores; los cambiaba, cuando llegaron los años de la fiebre de sábado por la noche, en un kiosco de segunda mano de la Avenida Lope de Vega junto a revistas de historietas y novelas de cowboys.
Más tarde, comencé a comprarlos en las librerías de Flores, cuando tuve mi primer empleo en blanco, o en los módicos puestos del parque Rivadavia, cuando ya lo había perdido. El año en que comencé a escribir para la escena, busqué, encontré y conseguí originales en los archivos del Teatro Nacional Cervantes que luego fotocopie en un sindicato de la calle Alsina; y algunos títulos, repentinos o inalcanzables, los robé por supuesto, tal como aconsejaba David Viñas en su cátedra de Literatura Argentina.
Más acá en la memoria, sobre el fin de los años noventa y armado de paciencia y de la PC Users, solía descargarlos de las bibliotecas virtuales que empezaban a poblar la nube densa e interminable de la World Wide Web o de las colecciones que se vendían en los puestos del primer piso de la facultad de la calle Puan. Los descargaba, recuerdo, con la avidez y la emoción de realizar un acto algo turbio o levemente ilegal, pero no los leía.
La pulsión de bajar listados enteros de libros, de ver incrementarse las sumas en el total de archivos, a una velocidad inconcebible, como vuelan las cifras en el surtidor de YPF, no es sana, o realista. Al menos para mí. Es similar al magnate que ve las cuentas ridículamente abultadas de sus millones sabiendo que le será imposible disfrutar de ese dinero en forma personal. De ahí que sus negocios impliquen dos cuestiones, una desmesurada búsqueda transaccional de la riqueza y un correlato emotivo común o no muy por encima de la norma.
Es más, estaría tentado a arriesgar que una transacción de millones de dólares que se van de una cuenta en Delaware a otra en las islas Marianas no redunda en un monto de felicidad superior al que me tocó vivir, la tarde que en el parque Rivadavia encontré los siete tomos de la Recherche a un precio de regalo. Puedo asegurar que el estado de gracia y emoción sostenida que me demandó leerlos y que, como es lógico, se prolongó por meses y meses, está muy lejos de cualquier subida de adrenalina en el mundo de las altas finanzas.
Pero tengo muchos libros. La naturalidad con que se dio el comprar la novela de Proust y leerla, tal y como hace, rutinariamente, el protagonista de la última cinta de Wim Wenders con todos sus libros, es algo raro, inusual y hasta contrario a mi convencimiento de lo que debe ser una relación inteligente con los libros. Quizá no sea así y es sólo que no puedo dejar de conseguirlos. Quizá es la costumbre. Ahora bien, creo que ha llegado el momento de revisar el asunto.
La situación del país, forzado a vivir la más terrible de las políticas de ajuste que se ensayaron a lo largo de nuestra historia reciente, me dice con claridad que me será difícil seguir comprando libros. Libros nuevos al menos. Y es extraño porque creo que siempre, hayan sido cuales fueran las condiciones del momento, pude de una forma o de otra despuntar el vicio sin mayores contratiempos. Los compré cuando aún las editoriales eran en su gran mayoría argentinas, fruto de las primeras familias españolas que las fundaron a comienzos del siglo veinte; seguí haciéndolo cuando llegaron los capitales extranjeros de la mano del menemato, desparecieron las cotidianas librerías del barrio, y aparecieron para mi sorpresa, farmacias con estantes llenos de best sellers, shoppings con cadenas saturadas de novedades, y sitios de mercado digital con múltiples sistemas de búsqueda.
Ya no. Hoy un libro nuevo, común, sin tapa dura ni ilustraciones sorprendentes se equipara con el 10 o el 15 y hasta el 20% de un sueldo promedio. Se sabe que las cadenas de librerías han comenzado a devolver cantidades nunca antes vistas de libros de todo formato y precio. Lo único sensato entonces es ajustar los botones de la calculadora y reordenar nuestras opciones de felicidad. No es cuestión de abandonar nuestros mejores vicios así como así. Nos quedan las ferias, las editoriales independientes, los clubes de canje, los amigos con dinero o poca memoria, y si nada de eso sirve, habrá que desempolvar los viejos archivos de bibliotecas virtuales, renovar los lentes y aprender a leer, ¡Oh Abominación!, en la maldita pantalla.