23 de diciembre de 2025

El día que EE.UU. puso las condiciones y Argentina entregó todo

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Por Gonzalo Armua

El gobierno argentino presentó “el acuerdo” con Estados Unidos como la puerta de entrada a “un nuevo siglo de oro” y los voceros de Washington como una pieza más de su cruzada por “modernizar las reglas del comercio global”. En el medio, como casi siempre, quedó algo bastante menos épico: un documento de varias páginas en el que la Argentina se compromete a abrir su economía, aflojar regulaciones, ceder datos y disciplinar su política industrial a cambio de un puñado de alivios arancelarios selectivos y una foto sonriente con la Casa Blanca. El Marco para un Acuerdo de Comercio e Inversión Recíprocos entre Estados Unidos y Argentina, anunciado el 13 de noviembre de 2025, merece leerse sin euforia ni resignación, pero también sin autoengaños: es un dispositivo de inserción subordinada en la arquitectura económica y tecnológica de la potencia norteamericana.

Qué se firma realmente cuando se firma este “marco”

Debajo del lenguaje amable sobre “valores compartidos” y “oportunidades para ambos países”, el corazón del texto es claro: Argentina otorga preferencias concretas y EE.UU. promete beneficios vagos y cuidadosamente acotados. Nuestro país se compromete a dar acceso preferencial al mercado a las exportaciones estadounidenses de medicamentos, productos químicos, maquinaria, bienes de tecnología de la información, dispositivos médicos, vehículos automotores y una amplia gama de productos agrícolas.

En paralelo, el Gobierno reconoce que “ha desmantelado muchas barreras no arancelarias”, principalmente licencias de importación, y se compromete a no volver a imponer formalidades consulares para las exportaciones estadounidenses, además de eliminar gradualmente la tasa de estadística para los bienes de ese origen. Dicho sin eufemismos: Argentina se resigna, en favor de un solo socio, a eliminar un conjunto de instrumentos que históricamente funcionaron como un freno mínimo a las oleadas de importaciones.

A esto se suma la aceptación casi automática de estándares estadounidenses: Argentina permitirá el ingreso de bienes, vehículos incluidos, que cumplan normas de EE.UU. o estándares internacionales sin exigir evaluaciones adicionales; aceptará certificaciones de agencias como la FDA para productos farmacéuticos y médicos, y se alineará con “estándares internacionales” en múltiples sectores. Es decir, el Estado argentino reduce su capacidad de establecer criterios propios de calidad, seguridad o protección ambiental; el regulador soberano se convierte en una suerte de ventanilla local de verificación de lo que ya se decidió en el gran país del norte.

¿Y qué ofrece a cambio Estados Unidos? Nada. Washington mantiene un arancel general del 10 % sobre la mayoría de las exportaciones argentinas bajo su esquema “reciprocal” y sólo elimina o reduce derechos para algunos recursos naturales que no produce como ciertos minerales, algunos insumos farmacéuticos y un puñado de productos agropecuarios cuya liberalización, curiosamente, ayuda tanto a la competitividad del campo argentino como al objetivo de Trump de abaratar el costo de vida del votante estadounidense.

No es un trato de iguales; es un menú de concesiones argentinas frente a una lista de excepciones norteamericanas.

Primarización con superestructura digital made in USA

Esta arquitectura no es neutra. Define qué país vamos a ser en los próximos años. Si uno mira el conjunto del acuerdo, el modelo que se insinúa es bastante nítido: Argentina como proveedor de recursos naturales y mercado abierto para manufacturas, servicios digitales y plataformas de origen estadounidense. La apertura preferencial de nuestro mercado a medicamentos, autos, maquinaria y agro estadounidense implica una presión directa sobre la industria y el empleo locales, sobre todo en sectores donde la escala y la productividad yanqui hacen casi imposible competir sin algún tipo de protección inteligente. La permanencia del arancel del 10 % hacia arriba, junto con la eliminación de barreras no arancelarias acá, augura déficits crecientes en la balanza industrial y un reacomodamiento brutal de la estructura productiva argentina: más importaciones baratas en góndola, menos fábricas y talleres con luz encendida.

Por el lado primario, la apertura de canales para minerales críticos (litio, cobre, tierras raras) y la cooperación para “estabilizar el comercio global de soja” colocan a la Argentina en un lugar cómodo para la narrativa del agronegocio y la minería transnacional: extractora confiable de commodities para la transición energética del Norte. El litio viaja a las gigafábricas de baterías, la soja a los feedlots y biocombustibles, la renta mayor queda afuera y se quedan adentro los pasivos ambientales como agua contaminada, territorios arrasados, pueblos fumigados.

Si a eso se le suma que los mecanismos de promoción industrial, desde subsidios hasta regímenes de empresas públicas, quedan bajo la lupa del acuerdo, con compromisos explícitos de “abordar acciones distorsivas de empresas estatales” y revisar subsidios que afecten la relación bilateral, el cuadro es diáfano: cada vez es más difícil usar al Estado para diversificar la matriz productiva; cada vez más sencillo usarlo para garantizar condiciones óptimas de negocios a los inversores extranjeros.

No hace falta estar en contra del comercio para ver el problema. El asunto no pasa por a quién le vendemos venderle carne o litio; sino por firmar un acuerdo-marco que naturaliza que nuestro destino es seguir exportando naturaleza barata e importando tecnología cara.

Soberanía de datos: la nueva frontera del coloniaje

Si el capítulo productivo huele a vieja dependencia, el capítulo digital inaugura una dependencia de alta gama. El acuerdo incluye una decisión que a primera vista puede parecer técnica, pero que es políticamente monumental: Argentina reconoce a Estados Unidos como “jurisdicción adecuada” para la transferencia transfronteriza de datos, incluidos datos personales.

Traducido al criollo: nuestros datos, lo que hacemos, compramos, pensamos, decimos en plataformas, el historial de navegación, la geolocalización, la biometría, pueden salir de manera fluida rumbo a servidores bajo legislación estadounidense, y el margen del Estado argentino para imponer controles más estrictos sobre su tratamiento se reduce dramáticamente. Especialistas en políticas de tecnología ya advirtieron que el texto “implica que Argentina no podrá aplicar controles más estrictos sobre cómo se manejan los datos de argentinos al usar aplicaciones de empresas estadounidenses”.

A esto se suma la prohibición de aranceles a las transmisiones electrónicas, la obligación de no aplicar impuestos específicos a servicios digitales de EE.UU. y la exigencia de no discriminar regulatoriamente contra sus plataformas. En términos de poder, esto es oro en polvo: mientras Europa discute cómo cobrarles impuestos a Google o Amazon, y hasta gobiernos conservadores se preguntan qué hacer con el poder abusivo de las Big Tech, la Argentina firma un marco que les congela un régimen de privilegio fiscal y regulatorio.

Es difícil imaginar un gesto más claro de renuncia a cualquier agenda de soberanía digital: sin herramientas tributarias ni regulatorias fuertes sobre las plataformas, sin capacidad de fijar estándares propios de protección de datos, sin posibilidad de exigir almacenamiento local para ciertos flujos de información crítica, el país queda relegado al rol de mercado pasivo y cantera de datos para los modelos de negocio y de inteligencia artificial ajenos.

Algún funcionario dirá que esto “facilita la operatoria diaria” y “da previsibilidad”. Es cierto: la da. La pregunta, otra vez, es: ¿para quién? Para el usuario que no puede apelar en su propia jurisdicción cuando le vulneran derechos, o para la empresa que sabe que ningún impuesto digital inoportuno ni ningún regulador molesto interrumpirá la extracción de valor desde la nube.

Propiedad intelectual, empresas públicas y el candado sobre el futuro

El capítulo de propiedad intelectual sigue la misma lógica. El acuerdo eleva la vara para que el régimen argentino se “alineé” con las exigencias de Washington: más protección a patentes farmacéuticas, más presión sobre biotecnología y semillas, más tutela sobre marcas y derechos de autor. Cada paso en esa dirección achica el margen para producir genéricos baratos, limitar abusos monopólicos o fomentar, con políticas activas, desarrollos tecnológicos locales que no paguen peaje permanente a las corporaciones que controlan los intangibles.

En paralelo, la cláusula sobre “acciones distorsivas de empresas estatales” y subsidios industriales no se escribió pensando en los usuarios de trenes o de internet, sino en los abogados de los fondos de inversión. En el idioma de Bruselas o Washington, “distorsivo” suele querer decir “cualquier cosa que ponga por delante el interés público frente al lucro privado”. Si el Estado argentino sostiene una empresa energética pública que regula tarifas, o un régimen de promoción tecnológica que proteja cierta base local, ese instrumento puede convertirse, bajo el nuevo marco, en objeto de disputa y represalia.

Aquí asoma un rasgo típico de la fase actual del capitalismo global: los tratados ya no se limitan a decir qué arancel se cobra a qué producto; se meten en cómo puede organizarse el Estado, qué subsidios puede dar, qué empresas públicas puede tener y con qué margen puede regular sectores estratégicos. Se trata de “constituciones económicas” supranacionales, redactadas en inglés jurídico y firmadas por gobiernos que, muchas veces, ni siquiera ganaron elecciones con ese mandato explícito.

El problema no es sólo Milei, que es coherente con su cosmovisión. El problema es que este tipo de acuerdos atornilla hacia el futuro esa cosmovisión, vuelve costoso revertirla y convierte cualquier intento de reconstruir una política industrial, tecnológica o social más ambiciosa en un campo minado de amenazas de litigios, sanciones y cierre de mercados.

Geopolítica del alineamiento: de “socios estratégicos” a peón de la guerra comercial

Hay otro plano, menos técnico y más brutal, que conviene mirar de frente. El texto oficial habla de “alineamiento en seguridad económica” y de cooperación para enfrentar las “políticas no basadas en el mercado” de otros países. Todos sabemos de quién se habla: de China, de los BRICS, de cualquier actor que desafíe la arquitectura diseñada en Washington.

En ese sentido, el acuerdo no es un rayo en cielo sereno: es parte de la estrategia de la administración Trump para reescribir las reglas del comercio mundial con aranceles punitivos, acuerdos bilaterales asimétricos y la idea de que cada país debe elegir campo. Argentina, en lugar de aprovechar las grietas de esa disputa para ganar margen de maniobra, diversificando socios, combinando mercados, jugando la carta de la multipolaridad, elige amarrarse a uno solo, y lo hace además en términos que dificultan cualquier reequilibrio futuro.

Por eso no sorprende que varios analistas regionales hablen de un “golpe al Mercosur”: mientras Brasil intenta sostener una agenda mínima de concertación sudamericana y coquetea con proyectos de moneda común o con el ingreso pleno a BRICS, Buenos Aires firma un marco que favorece a las exportaciones estadounidenses frente a las brasileñas en el mercado argentino y que, de facto, relega el Arancel Externo Común a una pieza de museo.

La vieja Doctrina Monroe nunca se fue; sólo encontró nuevas herramientas. Ya no hace falta invocar la “seguridad hemisférica” ni enviar marines: alcanza con un acuerdo que combine preferencias arancelarias, acceso a minerales críticos, alineamiento en datos y normas técnicas, más alguna cláusula amable sobre democracia y valores occidentales. El resultado es el mismo: un país cuya política exterior deja de pensarse desde la Patria Grande y empieza a organizarse en función de las necesidades estratégicas de otro.

En ese marco, mencionar el Pacto Roca-Runciman no es un ejercicio de nostalgia nacionalista sino un recurso pedagógico básico. Aquella vez el mensaje era: “o aceptan estas condiciones o se quedan sin mercado para la carne”; hoy es: “o aceptan este marco o se quedan fuera del paraguas de contención en medio de la guerra comercial y de aranceles”. Cambian el producto, cambian las excusas, cambia el imperio; lo que no cambia es la lógica de fondo: la crisis estructural argentina se administra con pactos de subordinación, no con proyectos de transformación.

Entre la obediencia y la política

Decir todo esto no implica negar las restricciones reales: la Argentina tiene una economía agotada, niveles delirantes de endeudamiento, pobreza y desigualdad, y una dependencia histórica de mercados externos y de financiamiento que nadie va a resolver con discursos inflamados. La pregunta, sin embargo, es otra: si este acuerdo amplía o reduce la capacidad del país para salir de ese laberinto con algo de dignidad.

Por donde se lo mire, la respuesta parece clara. El marco con Estados Unidos consolida un perfil primario y de servicios subordinados; debilita la industria y la capacidad de usar al Estado como herramienta de desarrollo; entrega espacios centrales de soberanía digital y tecnológica; erosiona el Mercosur y la posibilidad de una estrategia regional propia y atornilla jurídicamente un modelo de apertura asimétrica difícil de revertir.

No es una condena eterna, pero sí un paso decidido en esa dirección. Por eso la discusión no puede quedar restringida al círculo rojo ni a los especialistas en comercio internacional: lo que está en juego no es un renglón más en el Boletín Oficial, sino el tipo de país que vamos a ser cuando la próxima generación mire hacia atrás y se pregunte en qué momento aceptamos que nuestro papel en el mundo era poner recursos, datos y mercado, mientras otros ponían las reglas.

La política, cuando sirve para algo más que para administrar la obediencia, consiste justamente en disputar ese guion. No para negar la correlación de fuerzas, pero sí para negarse a naturalizarla como si fuera ley de gravedad. En eso, como en casi todo, la soberanía no es un eslogan inflamado ni un sello en el sobre de votación: es la combinación incómoda de diagnóstico lúcido, coraje para decir que no cuando hace falta y paciencia estratégica para construir alternativas.

El acuerdo con Estados Unidos, tal como está planteado, va exactamente en la dirección contraria. Y conviene decirlo ahora, mientras todavía es “marco” y no piedra tallada, porque después nos van a explicar que ya es tarde, que el tratado está firmado, que hay que honrar los compromisos y que, en el fondo, siempre fue así. Y no: “siempre fue así” porque demasiadas veces lo aceptamos.

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