25 de diciembre de 2025

Conversaciones en el conurbano norte

conve

Por Enrique Arriaga

Es, literalmente, una mañana de primavera cuyo cielo limpio y temperatura apacible contradicen el calendario. Parece más septiembre u octubre que fin de julio. Un viento suave mece las copas de los árboles sobre Libertador.

En las elegantes casas de las calles Malaver y Villate, los jardineros y las mucamas comienzan su faena cotidiana. Sin embargo, el clima dentro de las dependencias de la quinta, es sombrío. Helado.

Aunque hace horas que es pleno día, el Huésped principal duerme. No «todavía» duerme, sino «al fin» duerme. Sus históricas dificultades para conciliar el sueño se han agudizado, de la mano de los conflictos judiciales y económicos que se fueron agravando en los últimos tiempos, hasta convertirse en un auténtico karma.

Por eso, aunque las novedades se agolpan en la puerta de su recámara, la Pitonisa, su principal colaboradora, su sostén emocional, acaso su conductora, opta por dejarlo dormir, plenamente consciente de que traerlo de vuelta de las profundidades del reino de Morfeo, lejos de aportar alguna solución, la alejará más.

Anoche vieron el video del Cano. Quedaron mudos durante largos minutos, sintiendo el sudor frío por la espalda y el nudo o la piedra crecer en el pecho. Ninguno se atrevió a putearlo, ni siquiera a decir «qué boludo» o «cómo se regaló así». 

No saben con certeza si el Huésped llegó a verlo o a asimilar lo que veía: salió al aire justo cuando la medicación comenzaba a hacer efecto. Sí saben, en cambio, y de eso hablaron hasta entrada la madrugada, la Blonda y los Turquitos de su séquito, que el problema no es el Cano.

En este asunto, aunque parezca el protagonista, el Cano, que fascinó al Huésped, no por sus conocimientos jurídicos sino por su pasado en el star system de los noventa, con Guillote, Diegote y las vedetongas, es apenas una anécdota.

El Cano, piensa la Pitonisa, después de todo, hizo lo mismo de siempre, lo que mejor le sale: ofrecer sus servicios, facturarlos bien, el paradigma de la Argentina liberal que crece. No, eso no. Esa frase mejor desterrarla de la memoria. Claro, si pudiera…

El problema es otro. Es la orfandad. Anoche, cuando logró salir de su letargo, la Pitonisa manoteó su teléfono. «¿A quién llamás?», le preguntó el Turco Grande. «Al Influencer Maquiavélico». «Cortá ya mismo», ordenó Turco Grande y en el acto se arrepintió de su tono imperativo, que sin duda le traería problemas tarde o temprano.

Recién entonces, la Pitonisa comprendió. Muy, pero muy probablemente, el Influencer Maquiavélico fuera parte del problema. Si era así, no podían llamarlo para pedirle la solución, como hacían cada vez que alguno metía la gamba. Algo que, además, ocurría con creciente frecuencia.

«¿Qué certeza tenés?», preguntó la Pitonisa. «Ladra, mueve la cola y tiene cuatro patas», respondió Turco Grande. «Si lo llamas ahora, es para rendirte y pedirle perdón, otro diálogo no cabe», agregó Turco Chico, con un agudeza poco habitual en él.

La Pitonisa revoleó su Iphone 25, que tras rebotar en la pared terminó, astillado, en el suelo. Primera conclusión, no tengo a quién recurrir. Ella y sus secuaces se leyeron los pensamientos, se entendieron con sólo mirarse. Segunda conclusión, aún más inquietante: no saber si lo del Cano era un unitario o apenas el primer capítulo de una serie.

Unos kilómetros más al norte, el Influencer Maquiavélico fuma en silencio y en soledad. Durmió en un sillón del living, delante del ventanal que da al golf. Esa vista bucólica tranquilizaría a mucha gente. No a él. Ese deporte de mierda lo pone todavía más ansioso.  El country, piensa, tendría que tener un buen polígono en vez de ese infinito paño verde al pedo.

Se estira, se levanta, camina por el living, ida y vuelta. No sabe qué hacer. Recuerda el consejo que le dieron tantas veces: «un arte marcial o un deporte de contacto». De haberlo seguido, mataría el tiempo pegándole a una bolsa, transpirando. Pero eso, lejos de atraerlo, siempre lo asustó un poco.

Va hasta la cocina, prende la Nespresso y mete una cápsula. El ruido de la máquina y el olor a café tienen un efecto casi hipnótico, una especie de bálsamo. Con el primer sorbo, aparece una idea, nítida, clara. Manotea el teléfono, abre Telegram, escribe una orden breve.

Desde el suelo, el Iphone astillado de la Blonda comienza a vibrar. Pocos segundos después,  lo mismo ocurre con el de Turco Chico y, finalmente, con el de Turco Grande. Lo que tienen son apenas intercambios de monosílabos, que no califican como conversaciones. «Se cayó la web de AFIP», dice la Pitonisa, aunque sus interlocutores ya lo saben.

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